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22 de noviembre de 2012

Mi abuela no se bajaba del autobús. Ella se apeaba. Veía el parte, compraba en la plaza y hablaba de perras gordas. No sé dónde las conseguía pero fue la última persona que me compró castañas pilongas.

Con ella vi en un cine de barrio The Barfly, una deprimente película protagonizada por Mickey Rourke basada en un texto de Bukowsky. La elegí yo, en mi desesperada búsqueda por la diferencia durante mi época adolescente. Ella, dispuesta a pasar una tarde de diversión con su nieto, no terminó de entenderlo. Lógicamente. Tampoco supuso ningún problema. Supongo que esperaba algo más divertido. Más de mi edad. Pero me llevó a ese cine porque yo lo dije y a la salida, cuando me preguntó si me había gustado y le dije que si, me respondió con ese “pues eso es lo importante” tan suyo. Era verdad. Entonces no entendí aquella respuesta. Hoy si. Hoy también valoro mucho mejor lo que significa responder así y que la gente lo haga.

También me llevó a ver otras tantas películas que no necesitaron explicación.

Mi abuela no cocinaba dos platos y postre. Cocinaba dos, el ajuste y el postre. Era así. Por muchos libros y expertos que recomendasen lo contrario. ¿Qué sabían ellos?

Mi abuela era capaz de quedarse hasta la una de la mañana escuchando a Jose María García y reírse de sus historias porque eso era lo que su nieto quería escuchar entonces.

Para mi abuela sólo existían dos idiomas: el español y el extranjero. Una de las veces en que más orgulloso me he sentido en mi vida fue cuando tras colgar a un amigo escocés con el que había estado hablando un rato por el teléfono de mi casa ella se dirigió a mi madre para decirle: “cuidado que habla bien el niño en extranjero”.

De hecho el extranjero era un lugar absolutamente desconocido para ella. Más allá de una esporádica visita a Francia de la que siempre estaba hablando nunca más conoció otra cosa sino a través de la televisión, un artefacto que nunca necesitó y que cuando finalmente tuvo no dio ninguna importancia. No había diferencia entre Alemania o Saturno. Entre la India o Londres. Tampoco le preocupaba salvo que alguno de sus protegidos tuviese que salir de la madre patria hacía aquellos siempre inhóspitos lugares de nombre exótico y evocador recuerdo. Entonces ella no preguntaba nada más que dos preguntas: si en aquel lugar había nieve y si había negros. Era lo único importante. Ni guerras, ni kilómetros de por medio ni motivos por los cuáles había que ir tan lejos. Negros y nieve. Por alguna fascinante asociación de ideas que no alcanzo a comprender había una evidente conexión entre afroamericanos, frío y peligro. Ni racismo ni complejos. No tenía nada que ver. Doy fe. Negros y nieve no era estereotipos agresivos sino que representaban, por algún desconocido mecanismo instalado en esa hermética mente, el peligro. Nunca nos pasó nada pero sufrió de la misma manera.

Mi abuela tenía EKO para desayunar y unas extrañas hiervas digestivas, que nunca supe lo que eran, para después de comer.

Mi abuela era capaz de pasar la noche entera prestando su mano para que mi querido e insistente hermano pudiese dormir frotando sin parar sus nudos en una suerte de ritual que en mi familia bautizamos como de “manganguita”.

Mi abuela sabía que ese desgastado sillón que vivia en su casa desde el principio de los tiempos era mi cama favorita. Incluso cuando ya se me salían las piernas.

Mi abuela sabía que llevarme a un cocedero de marisco para inflarme a comer gambas era una excelente forma de pasar la tarde.

Mi abuela nunca pedía ayuda pero no lo hacía por evitar mostrar ningún signo de un complejo de debilidad que no tenía sino porque las circunstancias de la vida le habían hecho tener que acostumbrarse a tener que vivir si ella. Cuando ya no fue así era demasiado tarde y tuvimos que convivir con ello.

Mi abuela coleccionaba recuerdos del roscón de reyes y todos nos reíamos pero a todos nos daba envidia. "Casualmente" la sorpresa siempre le tocaba a ella.

Mi abuela tenía la terraza llena de macetas con flores que siempre estaban perfectas.

Mi abuela tenía siempre las ventanas abiertas hiciese el frío que hiciese fuera. De hecho en su casa nunca hacía frío. Eso es, evidentemente, lo que decía ella pero no se correspondía con la realidad. Mis pies pueden dar fe.

La primera vez que fui a trabajar por cuenta ajena tuve que hacerlo vestido de riguroso traje a una oficina muy cercana a su casa de toda la vida, allá por el barrio de Cuatro Caminos en el histórico distrito de Tetuán de las Victorias. Ese barrio formado en Madrid tras el asentamiento de las tropas españolas regresadas victoriosas de la guerra de áfrica que se aposentaron en las dehesas de Chamartín de la Rosa al norte de la ciudad. A pesar de que en mi empresa me obsequiaban con tickets de comida que podía canjear en los muchos restaurantes que rodeaban la zona, mi abuela se empeñó en que fuese a su casa a comer, cosa que para mí, lejos de suponer un problema, era la oportunidad de asegurarme calorías para el resto de la semana y charlar un rato con mi tío. Lo que ocurrió en aquel vetusto recibidor cuando tras llamar al timbre me abrió la puerta se guardará para siempre en un lugar privilegiado de mi cabeza y saldrá, pulido y convenientemente aseado, cada vez que tenga la oportunidad de contar algo divertido. Servirá además, y eso es más importante, para recordar a una de las personas que más me han querido en esta vida. Al abrir aquel enorme portalón mi abuela se encontró con mi 1,85, estirado en esbelta figura, acurrucado en un traje negro de 4 botones, camisa a cuadros y corbata azul. Poco acostumbrada a verme de esa guisa lo único que alcanzó a decir fue: “cuidado que le das categoría a tu empresa”.

Hoy mi abuela está ya lejos de nosotros y no puede darme un abrazo pero puede estar tranquila porque no me hace falta. Lo siento exactamente igual.

Hoy sigue dándonos categoría desde donde quiera que esté.

Gracias.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Después de la panza a llorar, reír, recordar, volver a reír y volver a llorar, sólo puedo decir GRACIAS.
Gracias a ti por describir de manera tan sencilla, real y cariñosa a nuestra abuela.
Y GRACIAS a nuestra abuela por ser una abuela de categoría.
Yo no sabía hablar extranjero, ni le daba categoría a mi empresa con esas "chivitas" que nunca le gustaron, pero fue la persona que más me quiso y querrá en mi vida.
"El de la manganguita".

Anónimo dijo...

Es realmente hermoso lo que has escrito, me has emocinado amigo, me has ratificado que nuestras abuelas con todo su amor noa han hecho más buenos, más sensibles y en definitiva... más humanos.

Gracias.

Jesús.

bboyz1970 dijo...

Precioso y emotivo texto, la verdad es que son ese tipo de cosas tan fascinantes de las personas sin artificios ni colorantes, las de antes.