Tripas

27 de enero de 2011

En una de esas búsquedas metafísicas en las que la humanidad (o más concretamente una pequeña parte de la humanidad) suele enfrascarse moviéndose en círculos sin éxito alguno, se encuentra también esa que trata de encontrar la definición de arte. No seré yo quien se una a dicho foro de eruditos, Dios me libre, pero si viene a cuento esa sopa de ideas es porque en ella encontré una de esas definiciones que no te convencen, con las que no estás de acuerdo, pero que te dejan pensado. Una vez escuché que arte, o un artefacto que se pueda calificar de arte, es aquello capaz de hacer remover las tripas y los sentimientos del espectador. Para bien o para mal. Por activa o por pasiva. Con criterio o sin él. Con sentido o sin sentido. Como digo no estoy muy de acuerdo con esa definición pero es cierto que me deja pensando…

En los últimos días, en muy poco espacio de tiempo, he sido observador activo de dos “artefactos” audiovisuales (uno en formato televisión y otro en formato cine) que me han revuelto las tripas hasta niveles tales que ya pocas cosas consiguen conseguirlo. No me refiero a ver una sesión de casquería tipo The Walking Dead (que no deja de ser una simpática versión erudita del cine gore de serie Z) o una señora desangrándose o violencia gratuita o sexo desalmado o sustos imprevistos. No, eso está ya muy visto y mi epidermis está demasiado encallecida como para que penetre al interior. Es mucho más sutil e incomprensible. Estoy hablando de la segunda temporada de Breaking Bad y de la aclamada interpretación de Natalie Portman en The Black Swan.

El primer caso parece más obvio. Una serie que trata con una insultante y descarnada falta de complejos una terrible enfermedad como el cáncer y a cuyo carro se suman unos personajes desestructurados, el escalofriante mundo de la droga, los drogadictos desahuciados y las dosis proporcionadas de desagradable violencia. La serie, marche ello por adelantado, es una auténtica maravilla que crece hasta cotas reservadas a los grandes referentes del género televisivo precisamente en esta segunda temporada (y me prometen mis amigos que es incluso mejor en la tercera aunque todavía no lo he podido comprobar) donde todos los elementos anteriores no son más que figuras de atrezzo perfectamente bien encajadas y para nada gratuitas dentro de un inteligente collage de talento visual y literario que vuelve a elevar el género televisivo a lo más alto. Uno y sus tripas llevaban mal que bien todas esas escenas de mentiras, yonkies, matanzas, tragedias, palizas,… hasta que tuvo que pasar por un capítulo titulado: “Peekaboo”. Lo que no había conseguido las toses descarnadas de Walter, ni las lágrimas de Skyler, ni la desazón de Jesse ni las salvajadas de Tuco Salamanca lo consiguió un crío de 3 años con la cara sucia y semidesnudo que jugaba en su casa a “cucu-tras”. Aquel niño inexpresivo de mirada penetrante que apenas separa los labios en todo el episodio me dejó un mal cuerpo que me obligó a poner la televisión convencional (desde la 1 a Telemadrid) para volver a la más absoluta mediocridad de pensamiento dejando durante unos minutos mis sentidos a merced de la bazofia que salía por el tubo de rayos catódicos (y que se me perdone la metáfora porque las televisiones ya no llevan ese tubo). No sé si eso será arte o no pero no debe ser nada fácil conseguir repugnar las entrañas con unas imágenes que reflejan una acción que en pura esencia deberían ser todo lo contrario. Ahí probablemente esté la gracia, en colocar el paradigma del amor en mitad de la cloaca. Chapeau.

El segundo caso es menos obvio y menos evidente. Cuando terminé de ver The Black Swan, extraña película sobre las oscuras paranoias de una bailarina de Ballet Clásico, tenía una sensación muy similar a la que tuve tras el visionado de “Peekaboo”. Corazón acelerado, tristeza, desazón,… mal rollo. Respecto a la película tenía esa sensación que ya había aparecido otras veces de no saber si me había gustado o no pero de lo que no tenía ninguna duda era del efecto que había provocado en mí, que hizo que de nuevo tuviese que recurrir a Telecinco para recuperar la vulgaridad de pensamiento y sensaciones en tiempo record. Días después, con las emociones sedimentadas, tuve el presentimiento de que la película es fundamentalmente un sofisticado ejercicio de fuegos de artificio que construye su éxito y su verdad precisamente en el caparazón con el que se presenta al público pero la sensación de angustia no se me había ido de la cabeza. Independientemente de la cirugía que los críticos puedan hacer de una cinta que personalmente creo que tiene muchos sitios por los que empezar a abrir, la realidad es que indudablemente tiene mérito eso de provocar desasosiego sin saber la razón de tal angustia puesto que la cruel realidad es que analizando la película fotograma a fotograma no hay ninguno que resulte especialmente desagradable por lo que me temo que la causa habrá que buscarla en la química que provoca la suma de matices, la relación de conceptos o en una palabra, la inteligencia.

Al final va a ser verdad que eso de que el arte y las tripas van de la mano.

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