Leyes

11 de noviembre de 2009

Llevo unos cuantos años escuchando cada vez más en boca de políticos y personajes nobles eso de “yo creo en la justicia” pero tanto solemne testimonio y tanto tiempo de ejemplos varios me ha servido precisamente para llegar a la conclusión contraria: yo no creo en la justicia. No creo en un sistema en el que alguien condenado a docenas de años de cárcel por alguna razón ni siquiera entra, un multi-asesino se pasea por los hospitales como un ministro mientras un ratero de poca monta se pudre en la cárcel o un sistema en el que un mimado bailarín desfasado es capaz de matar a una persona y seguir disfrutando de su arte mientras a mí me quitarán la custodia de mi hija, siempre a favor de su madre y ocurra lo que ocurra, por la simple e injusta “desgracia” de haber nacido con un aparato reproductor masculino. Todo ello sustentando además en el glorioso estado de derecho. No creo en la justica porque no creo en esa pseudo-ciencia ocultista que llaman derecho y que consiste básicamente en justificar todo (lo justificable y lo injustificable) buscando la trampa entre las rendijas de un puñado de leyes ambiguas y mal redactadas que además probablemente son ambiguas y están mal redactadas a propósito para que un buen puñado de parásitos puedan vivir de interpretar o mal interpretar la ambigüedad artificial del sistema.

Ayer se me caía la cara de vergüenza escuchando al petulante abogado de un pirata somalí que se ha hecho famoso por secuestrar barcos y pescadores además de extorsionarlos para ganarse la vida. Un petulante abogado que no dijo quién pagaba su abultada minuta amparado, como no, en el estado de derecho. Un ilustre abogado que buceando en el incomprensible entramado legal de juzgados, tipos de delito, tipos de tribunal, recursos, magistratura, código penal, código civil y demás eufemismos de trampa conseguía defender a un pirata (¡a un pirata!) y encima hacerlo mirando por encima del hombro y dando lecciones de justicia y de ese engrudo venenoso que llaman derecho.

Cuando de pequeño me ensañaron los parámetros por los que se rige la justicia en un país democrático entendí que cuando se referían a que un asesino tenía el derecho a la mejor defensa legal posible se referían a que alguien tuviese la oportunidad de defenderse si resulta que había sido acusado de un delito no cometido o que en caso de haber sido condenado por un delito cometido la condena fuese proporcional al delito pero no mayor (o menor). Jamás pensé que lo que realmente querían explicarme es que primero la calidad de la defensa del acusado depende del dinero (legal o ilegal) que este tenga y segundo que un error de interpretación, un error administrativo o algún tipo de incoherencia en la tramitación administrativa es suficiente para que un delito deje de serlo. ¿Eso es el derecho? Efectivamente, eso es el derecho.

Gracias a Dios que elegí ciencias puras porque se me da muy mal la hipocresía, la ambiguedad y sobre todo mentir. Me siento más cómodo en un mundo donde la fuerza es siempre masa por aceleración independientemente de quien lo mida que en un mundo donde uno es culpable o no dependiendo de si tiene o no dinero, de la diligencia del juez, de la diligencia del fiscal, de la diligencia de los administrativos que empapelan el caso, del país en el que ha nacido, del país en el que reside, de tres o cuatro tribunales de justicia, del código con el que se juzgue, de la interpretación de la ley, de las consecuencias políticas, etc…

Quizás la solución está en que la justicia recaiga en los científicos o la gente de ciencia en lugar de en este puñado de opíparos burócratas negligentes que no entienden que las leyes, por la propia definición de ley, deberían ser siempre iguales independientemente del lugar, del tiempo, del dinero y de a quién se aplique.

“Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa” (Montesquieu)

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