16 de octubre de 2007

NIÑOS LLORANDO EN LA CUNA

Después de estar ya unos cuantos años pisando este valle de lágrimas, que dicen algunos, he llegado a la conclusión de que a priori y por el bien de mi salud mental debo desconfiar de tres tipo de personajes estándar: los pomposos discutidores que les gusta dialogar porque dicen ser dialogantes, los que permanentemente guardan un oscuro secreto en todas y cada una de sus frases (y subrepticiamente se encargan de que todos nos demos cuenta de que lo están guardando) y los que te mandan un e-mail de trabajo un domingo a las nueve de la noche cuanto la mayoría de mortales del genero masculino de este país se encuentra viendo los descafeinados sucedáneos del Estudio Estadio. Hoy me dedicaré a los primeros de la lista.

De entre todas las subespecies que me generan recelos estos, los presuntos dialogantes, sin duda son los más molestos. Dice un refrán castellano que dime de lo que presumes y te diré de lo que careces y esa es precisamente la frase que mejor define a estos iluminados que han venido a la tierra para adoctrinar al vulgo. Suelen ser personas que saben de todo (a pesar de que es muy fácil demostrar que de muchas cosas no saben nada) lo que en un principio sería una característica fascinante sino fuese porque generalmente no suele ser verdad. Saber hablar de todo no significa saber de todo. Nadie sabe de todo o mejor dicho, todo el mundo cree saber de todo pero sólo algunos creen ser los únicos humanos capaces de hacerlo y encima tener la pomposa desfachatez de querer demostrarlo. La sutil diferencia entre unos y otros es que estos, los llamémosles presuntos dialogantes, creen ser venerables habitantes de un minúsculo Shangri-la intelectual al que muy poca gente tiene acceso. Creen además hacernos un favor a los humanos desfavorecidos con su presencia y presumen altivamente, aunque con falsa modestia, de darnos la limosna intelectual que les sobra. Adornan cada segundo que nos regalan con una condescendencia docente que atufa a soberbia y se creen la pantomima en un grado tan alto que escudados en su altivez pretenden con patética ingenuidad no ser conscientes del repugnante desprecio que profesan hacia todo aquel que ose estar dialécticamente enfrente de ellos. Es curioso observar como fundamentan su dogmática verborrea en un presunto (y dudoso) amor por la discusión cuando en realidad su amor sincero es por el discurso y no por la discusión en si ya que discutir, lamentablemente, es algo que no han conseguido hacer en toda su vida.

Por eso creen ser además tolerantes, porque nunca han asistido a ninguna discusión. Los “contrincantes” se aburren por educación, se callan por el respeto artificial que general el reparto de cargos o simplemente pierden los papeles indignados por la tropelía que les ha tocado sufrir (con lo que el protagonista sale encima fortalecido en su farsa). Las aparentes discusiones de este tipo de personas se limitan a desarrollar una interminable (y generalmente también aburrida) serie de monólogos que lógicamente siempre tienen el mismo autor. Las pausas entre monólogo y monólogo son a menudo ingenuamente aprovechadas por el resto de sufridos pseudo-participantes (presentes en la escena no precisamente por las virtudes del monologista sino en general por razones menos voluntarias) para intentar aderezar el acto con la parte que precisamente falta en una supuesta discusión: la opinión de otra persona. Esta tarea se transforma lamentablemente en una inútil quimera por la sencilla razón de que el todopoderoso monologuista aprovecha ese mismo tiempo para respirar, beber vino y pensar en su siguiente fastuoso monólogo, ahorrándose de paso la incomodidad de tener que escuchar al iluso que está delante y por tanto despreciándolo tal y como se merece según su particular código de ética y tolerancia.

Aunque el espécimen en cuestión puede ser de muy distinta naturaleza es muy común que este tipo de personas estén normalmente acostumbradas por su devenir diario a tener que ser escuchadas. Insisto: no a ser escuchadas sino a tener que ser escuchadas. Si además de tener que ser escuchadas el foro que lo sufre está en un nivel físico (y metafísico) inferior al orador, el efecto se potencia de forma brutal. Si además de ello, el mismo foro tiene la capacidad de respuesta restringida o simplemente condicionada, el efecto no sólo se potencia sino que se amplifica hasta tener consecuencias terribles. Si semejante caldo de cultivo se adereza por último con personas de dificultad en el trato social, timidez disfrazada de rocosa soberbia y antecedentes familiares de adoración, el resultado es sencillamente catastrófico.

Este personaje existe. Existen más de uno y de dos pero lo más terrible es que es difícil que dejen de existir. No existe terapia para contrarrestarlos o al menos yo no la he encontrado. Son incombustibles al desaliento y las posibilidades de autocrítica brillan por su ausencia (a pesar de presumir precisamente de lo contrario). Situarse a su altura es básicamente imposible porque ellos nunca te van a dejar hacerlo. En cualquier caso… ¿Para qué? Es como los niños malcriados en la cuna, aunque duela a veces es mejor dejarles llorando.

1 comentarios:

Samuel Tristán dijo...

Olé ahí! Complementa de forma ideal a lo que yo un día dije acerca de los Intelectuales Todo a Cien. Si tienes paciencia, y no me metes en el saco de los que hablas, dale al http://interesesimpersonales.blogspot.com/2006/01/intelectuales-todo-cien.html
Antonio, lo tuyo (y lo mío)no es la ingeniería.

S.