4 de julio de 2007

ERASE UNA VEZ EN EL CALDERÓN
(Papa, ¿quién era Fernando Torres?)


Pensé que este día nunca llegaría pero ha llegado.

Estoy sonado, triste, enfadado y con ganas de culpar a alguien pero sinceramente no sé si alguien tiene la culpa. A lo mejor la culpa es mía, una vez más, por imaginarme lo que no es, por soñar con lo que es imposible o por creer en lo increíble. En cualquier caso es triste darse cuenta que estoy así por perder lo que nunca tuvimos.

No tiene ninguna explicación lógica ser hoy en día aficionado del Atlético de Madrid. Es algo absolutamente irracional que atiende a razones de tradición y por las ganas de de vivir una deliciosa mentira que te han contado tus abuelos y se ha quedado clavada en el corazón para siempre, admitámoslo. Es esperar lo ilógico. Es soñar despierto. Es creer en los sueños. Es totalmente irracional pagar dinero por aburrirte y sufrir. Es absolutamente irracional pelearte en la oficina contra 20 personas intentando demostrar con argumentos que tu equipo es mejor que ese otro que tiene 20 ligas más. Siempre ha sido complicado pero en los últimos 10 años la empresa ha sido ciertamente épica.

A un equipo así hoy en día solo vienen jugadores por dinero. Seamos honestos, ¿Por qué iban a venir si no? Es como ir a trabajar a Irak. No creo que nadie lo haga por amor a la profesión puesto que tienes otros muchos sitios en los que demostrar tu amor. Es una cosa que se hace exclusivamente por dinero.

Por eso Torres era una rara avis dentro del mundo tangible. Por eso Torres era la prolongación natural mía y de tantos otros ingenuos. Esos irracionales de la grada que nos quedamos sin cenar el día que perdemos. Era el garbanzo negro del cocido, ese que los medios, los núcleos de poder, el dinero o la todopoderosa lógica no podía controlar. No podían entender. Ese que prefería la irracional (aunque ojo, también suculenta) fama local basada en el amor a algo que no se puede tocar en lugar de la grandilocuente fama internacional basada en el poder y lo tangible. Ese que no se podía comprar porque las cosas que realmente le interesaban no se consiguen con dinero.

¡Y qué alegrías nos daba! Más que por los goles, que eso lo hace cualquier jugador, por esos otros detalles. Como sacábamos pecho los atléticos cuando Torres salía diciendo que se quedaba porque le salía de los mismísimos después de haber estado todo el verano soportando la sonrisita condescendiente de todos y cada uno de los periodistas de este país que padecían insomnio por ver un jugador así en nuestro equipo. Ese gesto imitando a Kiko tras un gol, ese decir que una copa en este equipo vale más que 20 fuera,... Nos sentábamos en el Calderón para ver a un chico cuya razón para vivir era el cuento que una vez le contó su padre o su abuelo. Igual que a mí. Igual que a nosotros. De eso vivíamos. De eso alimentábamos nuestro sueño y nuestras esperanzas. A falta de glorias concretas, en algo tan frágil cimentábamos nuestro orgullo.

La prensa, esa nueva especie de sucios barrenderos de lo intelectual, junto con los vecinos vikingos, los descreídos, los mediocres, los que nunca sueñan, los grises, los perdedores, los palmeros, los abducidos,... todos insistían en querernos demostrar que nuestro sueño era mentira para así confirmar nuestra ingenua estupidez y de paso justificar su penosa actitud borreguil y sumisa. No podían entender que algo así pudiese existir porque de ser así, si aquello en lo que creíamos era verdad, ese mundo gris y predecible en el que ellos eran alguien se tambalearía violentamente. ¿Qué sentido tenía entonces ser aficionado del equipo que sale en los escaparates? Pero ahí estaba siempre Torres para demostrarles y demostrarnos que es mucho más satisfactorio creer en sueños que limpiar el coche en la gasolinera los domingos.

Hasta hoy.

Hoy Torres nos ha demostrado que toda esa gente tenía razón y que los equivocados éramos nosotros. Hoy Torres nos ha demostrado que es un moderno jugador de fútbol. Si el atlético de Madrid estuviese dirigido por unos presidentes no ya decentes sino al menos diligentes, si tuviésemos un entrenador de fútbol en lugar de un aprendiz de periodista aficionado a la lucha libre, si peleásemos por la liga y por la copa de Europa de tú a tú con los grandes de Europa seguramente Torres no se habría ido. Seguramente también en esas condiciones ni Ronaldinho, ni Etoo ni Kaka se irían del atlético. Seguramente nadie se iría del atlético y mucho menos alguien que es el ídolo de tantos y tantos niños y tantos y tantos mayores. ¿Cuál es la diferencia entonces?. Desgraciadamente no hay diferencia. El error era nuestro. Funciono mientras encajaba dentro de los fríos y maquiavélicos planes de cualquier jugador de fútbol. De cualquiera.

Pero soy un soñador y prefiero seguir engañándome. Por eso hoy me acuerdo de una de mis películas favoritas de todos los tiempos: Once upon a time in America (Érase una vez en América). Hoy me siento como Robert De Niro al final de la película. Ese chico rubio que hoy está dichoso y contento con la patética camiseta del Liverpool y que tiene multitud de excusas lógicas para no jugar en el Atlético de Madrid no es el niño que yo veía jugar en el Calderón. El niño que para mi era “el niño” se fue este verano a la polinesia cabreado por perder 0-6 contra el Barça pero no ha vuelto. No volverá jamás.

Dentro de unos años cuando mi hija rebusque entre las cajas del trastero y vea alguna foto de Fernando Torres y me pregunte que quien era ese chico le diré que fue otro de esos jugadores de fútbol que como otros muchos durante un tiempo vistió nuestra camiseta. No le daré mayor importancia porque desgraciadamente no la tendrá. Eso si, intentaré aguantar prudentemente las lágrimas e intentaré no acordarme de aquel chico rubio que se fue a la polinesia para no volver. Que sea ella quien busque sus propios sueños rotos.

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