Conciencia

9 de septiembre de 2015

Ando enfrascado estos días en las páginas de Matar a un Ruiseñor, esa fantástica novela clásica que, por aquello de haber visto la película un millón de veces, había dejado pasar demasiado tiempo. La estoy disfrutando mucho. Es ágil, tierna, cruda y tiene muchas esquinas en las que quedarse despierto, pero desde hace un par de días me he quedado enganchado en una de las muchas sentencias de ese fascinante personaje, manoseado por el underground americano, llamado Atticus Finch. “La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de cada uno”. ¿Seguro? 

No tengo tiempo, ni ganas, ni probablemente recursos, para demostrar mis dudas respecto a la independencia de la conciencia, pero uno tiende a pensar que incluso algo tan íntimo está sometido al influjo tramposo de las mayorías. Por muy cínico que parezca, me inquieta pensar que sea casualidad el hecho de que la gente se agrupe y coincida mayoritariamente en ver, leer, escuchar, comprar, animar, soñar o votar las mismas cosas, elegidas siempre entre un número muy reducido de opciones. Estoy convencido de que todas y cada una de las personas dicen además hacerlo a conciencia.

Hace años que mis gustos musicales y los de las revistas especializadas de música deambulan por caminos divergentes. Seguramente ellos tengan razón y yo esté equivocado pero ni lo sé ni me importa. Bueno, sí que me importa, pero asumo que esa es la realidad, por mucho que siga sin creerme el carácter genuino e inocente de los mecanismos de selección que manejan. Me sorprenden la coincidencia, casí mimética, de muchos de los nombres que destacan y la supuesta espontaneidad de esas tendencias que van y vienen, como surgidas de la nada. La “impredecible” casualidad de que un determinado artista sea considerado revival (es decir, despreciable) mientras que otro, que a mis oídos “inexpertos” suene igual, sea entendido como el colmo de la sofisticación. Ese fenómeno fascinante en el que varias manos, aparentemente distintas y aparentemente al unísono, elevan a los altares determinados discos que, a mí, honestamente, me resultan un auténtico coñazo. Todo esto me ha generado una actitud de rechazo preventivo respecto de ciertos artefactos de vanguardia. Esos discos modernos (ejem), de rabiosa actualidad (ejem), piropeados unánimemente por la crítica especializada (ejem) y abrazados por los amantes de la música más preparados (ejem, ejem).

Pero esta semana me he dado cuenta de que ese rechazo es tan gratuito como absurdo. Un rechazo que ha hecho que estuviese a punto de dejar pasar el “Poison Season”, aclamado último disco de Destroyer, el grupo del artista indie canadiense Dan Bejar (The New Pornographers, Swan Lake,…), recientemente publicado. Un disco que vi destacado durante semanas. Un disco que vi recomendado por tipos que no me daban ninguna confianza. Un disco que entró en mi ipod sin querer pero que dudo vuelva ya a salir. Un disco denso, largo, complicado y quizá poco accesible, pero un disco que me encanta. Un disco cargado de melodía y de cuerdas pero también un disco repleto de un instrumento tan denodado en el universo indie como el saxofón (que en este caso, curiosamente, resulta muy cool). Un disco que me ha hecho reflexionar sobre todo esto de la influencia externa en la conciencia de cada uno y que también, de alguna forma, me ha invitado a cambiar los muebles del cerebro para intentar pensar de otro forma. Las cosas que más se disfrutan suelen ser impredecibles. Son aquellas en las que puedes ganar o perder. Las que admiten la incoherencia sin complejos y el error como algo natural.  Qué coño, al fin y al cabo puede que yo también esté equivocado.

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