Sonrisas

19 de noviembre de 2013

El otro día tocó Josh Ritter en la sala Moby Dick de Madrid. Para el que no lo conozca, el señor Ritter es un cantautor norteamericano, de Idaho concretamente, que práctica una suerte de música americana de corte clásico, acústico y preciosista y que tiene un buen puñado de discos publicados. Yo tengo cuatro de ellos en casa, que no es que figuren entre las piezas más codiciadas de mi discografía pero que me resultan bastante entrañables, muy dignos, elegantes y que merecen la pena tener. Dicho esto, y en otras circunstancias, reconozco que es el tipo de artista que me hubiese dado pereza ir a ver un jueves por la noche en pleno otoño, pero tenía la espina clavada de no haberlo visto nunca y desde los mentideros musicales matritenses me había llegado reiteradamente el soplo de que era un señor que merecía la pena ver tocando en vivo. Incluso tratándose de un show acústico, que es como estaba anunciado.

Doy fe de que merece y mereció la pena.

El concierto fue estupendo. De una intensidad y emoción que no recordaba por estos lares. Magníficamente ejecutado (se hizo acompañar de dos multi-instrumentistas que eran verdaderos musicazos), con un sonido fantástico (¿tendría algo que ver esos micrófonos al aire que situaron cerca de unos instrumentos de cuerda que ya estaban electrificados?) y a pesar de que la sala estaba llena, el público fue tremendamente respetuoso, algo poco normal por aquí, lo cual se agradece especialmente en conciertos acústicos. Con todo ello, lo que más me sorprendió fue otra cosa. Lo divertido que fue. El buen rollo que se podía masticar en el ambiente. La sonrisa que se me plantó en la cara desde el principio y que tanto se parecía a todas esas sonrisas que pude ver también en el resto de espectadores cuando al finalizar el espectáculo se encendieron las luces.


Las canciones de Josh Ritter son normalmente medios tiempos o baladas, de temáticas costumbristas o sentimentales y generalmente con un planteamiento que fluctúa entre la melancolía y la tristeza. No parece a priori que sea precisamente el mejor vehículo para construir sonrisas en el público o generar buen rollo pero eso es precisamente lo que hicieron, reforzando así mi teoría de que la actitud de los artistas en el escenario no sólo es algo consustancial al concierto sino que es parte esencial del mismo. El amigo Josh subió a escena con una sonrisa incluso mayor que la que teníamos nosotros. Dando ejemplo. No se la quitaría en ningún momento. Desde el principio dejó claro que nos estaba agradecido por estar allí y encantado con la posibilidad de poder tocar sus canciones delante nuestro. Nos dejó claro también, sin decirlo, que era consciente de que entre todos los sitios donde podíamos estar un jueves por la noche habíamos decidió estar allí, con él, pagando dinero por escuchar su música y que estaba agradecido por ello. En ningún momento renunciaba con su actitud a ser cool, ni menos artista, ni menos roquero, ni con ello dejaba de ser un profesional del máximo nivel. Allí de pie, entre las paredes del Moby Dick, era más fácil notar que esos clichés baratos de la música popular sólo funcionan en la cabeza de algún anormal que entiende el Rock a partir de lo que cuentan los libros y no los discos, o en el cerebro de algún crítico musical (lo que quiera que eso signifique) que entiende que el circo que rodea a la música es más importante que la propia música. Me cuesta creer que un tipo como Josh Ritter, que da miles de conciertos al año en cualquier rincón del mundo, sea precisamente en la sala Moby Dick, un jueves de noviembre y delante de doscientas personas, el lugar en el que dé su mejor concierto o en el que se sienta más inspirado pero, sinceramente, lo parecía. ¿Era cierto? Llegado a ese punto me da igual. Me da igual si mañana ocurre lo mismo en una taberna de Iowa o en un Pub de Shibuya y todo era parte del espectáculo. A mí me lo dijo el otro día a la cara, con una sonrisa en la cara, dando un concierto excelente y me lo creí. Me creí que estaba encantado de tocar delante de nosotros, me creí que lo estaba dando todo, me creí que estaba feliz y por ende me creí su música. Así deberían ser todos los conciertos.

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