Beste Bat

20 de marzo de 2012

Las vicisitudes de ser estrella del Rock & Roll en ciernes son diversas y variadas. Quiero decir que comer caviar iraní en bandeja de plata bruñida como requisito in-dis-pen-sa-ble para dar un concierto en cualquier ciudad capital europea de la cultura (como podría reclamar Madona o Joaquín Sabina) no tiene mucho que ver con las sensaciones que un servidor pudo tener en cualquiera de esas noches en que he tenido a bien acompañar al sueco David Myhr la semana pasada.

Los requisitos obviamente no son tales y las sensaciones me temo que tampoco. Lo que no tengo tan claro es que sean peores o menos intensas. Probablemente todo esté emparentado con el dinero, la fama y el éxito, sin pararme a definir lo que significa cada uno de esos conceptos, o probablemente no. No lo sé. Me da igual en realidad. Tocar en directo es una cuestión de adrenalina, de mariposas en el estómago, de sensación de alegría y tristeza pero todo siempre en estado límite. Casi extremo. Independientemente de cuanta gente esté al otro lado. En estos tres días he tenido momentos de máxima diversión y micro momentos de melancolía extrema. Convencimiento de poder absoluto y la pesada carga del que se siente agotado y derrotado. Demasiado vaivén para corazones sensibles como el mío.

Pero a veces ocurren cosas que justifican toda una vida. Estupideces que no lo son. Pequeños detalles que llenan una esquina del corazón ya para siempre.

Tocar en solitario es una tortura. Placentera. Interesante. Curiosa. Pero una terrible tortura. Rodeado de músicos y los kilowatios que salen por los amplificadores de válvulas la seguridad es más fácil y la conexión con el público también. Con una guitarra de seis cuerdas tocada mal que bien y mi perfilada voz, la cosa es harto más complicada. El silencio es en esos casos tan sumamente brutal que asusta. Uno, que irónicamente convive con una timidez enfermiza, tiende a hablar en esos casos. Lo hace en una cena en la que todos se callan y lo hace subido a un estrado vestido con gafas onerosas y un foco apuntando a la coronilla. Es la forma que la naturaleza me ha dado para intentar trazar puentes sobre el silencio. La forma más sencilla para que la conexión no se rompa. Para conectar. Si además todo puede ir perfumado en humor, miel sobre hojuelas.

En uno de esos pasajes, hacia el final del concierto de Bilbao en el coqueto auditorio del colegio de abogados, todavía no sé muy bien por qué pero se me ocurrió decir que uno de los sueños de mi vida era poder escuchar al público en uno de mis conciertos gritando “Beste Bat, beste bat” al acabar un concierto mío. Lo justifiqué en que cuando uno era joven y punky era precisamente lo que escuchaba en los discos en directo de Kortatu, sin saber bien lo que significaba pero aparentemente con mucha carga a favor del que esa noche hacía artista. La historia tiene su parte de verdad aunque lógicamente estaba novelada. La única intención del que esto escribe era la de poner una nota de humor antes de la siguiente canción que era la que cerraba el concierto y antes de que apareciese el amigo David.

No sé lo que sentirá Madona o Joaquín Sabina sobre el escenario ni creo que lo sepa nunca pero si que sé lo que yo sentí cuando al acabar la canción empecé a escuchar desde el otro lado, desde el lado de la oscuridad, desde el lugar en el que se sitúa el temido y amado público, un precioso y reconocible mantra que decía “Beste bat, beste bat”. La adrenalina correteando por mi columna vertebral puso música a una de esas cosas que pasa a ocupar por mérito propio un lugar privilegiado en el museo de sensaciones alucinantes de tu vida. Tan difícil de olvidar como de describirlo.

Eskerrik Asko!

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