Ficción

6 de abril de 2011

Hace algunos años ya, en un cine de Carabanchel si no recuerdo mal y dentro de un festival de cine español, asistí a la proyección de la por entonces laureada película “Te doy mis ojos” a la que siguió un apasionado debate “cinematográfico”. El avispado lector habrá notado que la última palabra se encuentra entrecomillada pero permítame decir que no es un error. La razón es que aquel animado debate podría calificarse de cualquier cosa menos de cinematográfico. Sería incluso aventurado hablar de debate a tenor de las contundentes soflamas monocolor del atribulado público. Allí estaban el productor de la película y el actor principal pero al parecer su presencia no se requería para hablar de guión, dirección artística, referencias, preparación, cotilleos de rodaje, dificultades en las localizaciones, dificultades del casting, novedades técnicas en la filmación,… sino para hablar del terrible problema que tenemos en este país con la violencia de género. Lo único que mínimamente estaba relacionado con la película de entre las reflexiones allí expuestas era si la misma reflejaba con “fidelidad” la realidad o no. De hecho ganó claramente el no si nos fiamos de las encendidas críticas a la directora por crear un personaje maltratador que en ciertos momentos de la película podía caer hasta simpático. Lo que vi aquella jornada no era más que una representación reducida del mismo debate que ya había observado en prensa y en algún que otro debate radiofónico, de esos protagonizados por tipos (y tipas) que igual te hablan del Euribor o la radiación Beta que de los acordes menores y la novela negra.

Servidor salió devastado de la sala llegando a la conclusión de que uno de los grandes problemas del cine español es probablemente el espectador de cine español. Aquel día tuve claro que el espectador medio, gracias a la educación de los medios, no entiende el término ficción, su origen, su finalidad y sus consecuencias. En este país al parecer una película que trate sobre temas “serios” y no se ajuste con fidelidad cartesiana a la realidad (a la realidad oficial, claro) no es válida o tiene que dejar bien claro que es terreno exclusivo del underground y/o la ciencia ficción. Jamás se escribirá (o se cuidarán mucho de hacerlo) una película con un maltratador que tenga el sentimiento cómplice de la audiencia a pesar del gran reto artístico que supone un guión divertido, sensato y creíble sobre un auténtico cabrón, que sin dejar de serlo, despierte simpatía en el espectador. Por esa razón en España (si seguimos así) jamás se escribirá algo como The Wire o Los Soprano. Imagino los sesudos debates que habría llegado el caso denunciando un artefacto televisivo en el que te sientes casi más identificado con los traficantes de droga que con los periodistas, políticos o policías, caso del primero, o las denuncias de los intelectuales de la corte sobre un asesino zafio y rematadamente machista que no sólo cae simpático sino que encima acaba vivo, felizmente casado y adorado por mujer e hijos.

Es muy difícil también, por no decir imposible, que alguien escriba algo parecido a Big Love en este país porque, ojo amigos, con la iglesia hemos topado y eso si que son palabras mayores. Big Love, producida por Tom Hanks y emitida durante 5 temporadas en HBO, culminó brillantemente hace unos días. La serie ha pasado por estos lares con más pena que gloria durante unos años en los que estamos viviendo la época dorada de la ficción televisiva y al igual que es muy fácil encontrar descarnadas críticas es muy difícil encontrar verdaderos apasionados de la serie. Yo reconozco que la he seguido fielmente y si bien empecé a verla básicamente porque la música de la presentación era “God only knows” de los Beach Boys (¿existe razón más contundente?) y en las primeras temporadas lo hacía sobre todo por la inmensa curiosidad que me producía el tema en cuestión, reconozco que llegué a engancharme y considero que en una serie que crece con las temporadas hasta alcanzar el climax en una emocionante 4ª entrega. El tema es muy original: la vida diaria de una familia de tradición mormona y polígama, una actividad prohibida legalmente en EEUU y que fue repudiada por la iglesia mormona oficial que a principios de siglo para poder subsistir como entidad reconocida dentro de un estado, como el de Utah, donde dicha comunidad es de una influencia vital. La familia Henrikson (un marido, tres mujeres) también fue expulsada antes del comienzo de la serie de Juniper Creek, secta-comunidad protegida y “consentida” en la que se sigue practicando la poligamia con una forma de vida muy particular (tipo Amis para que nos entendamos), con lo que tienen que adaptarse a la vida “normal” de una familia de clase media-alta americana. La trama es complicada y tiene lógicamente muchas derivadas pero por encima de su calidad o habilidad cinematográfica quería destacar la forma en la que se trata un tema minoritario pero complicado, susceptible y real. Allí se habla de poligamia, de religión, de mormones, de políticos,… y se hace con respeto y rigor pero también de forma muy atrevida y consecuente. Al fin y al cabo es ficción pero bien hecha. Evidentemente lo que cuentan es “mentira” pero lo cuentan como si fuese “verdad” utilizando con respeto pero sin mamporrerismo elementos susceptibles de ser malinterpretados o resultar ofensivos. Es difícil encontrar buenos o malos hasta el punto de no saber si los protagonistas son realmente una secta o no, si tienen o no tienen razón. Al fin y al cabo el calificativo de secta, como casi todo, depende de unas reglas susceptibles de ser cambiadas. Hay tipos que pretender ser humanos y como tales presentan contradicciones y creencias difíciles de entender con una simple regla de tres. Ahí está la grandeza y la complicación de la ficción en cualquiera de sus formas. Ahí está la diferencia también entre la buena y mala ficción.

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