La lista es interminable: Ipods con capacidad de diez mil canciones para gente que normalmente no escucha música o cuya discografía se reduce al “oscurísimo” Brothers in arms de los Dire Straits, pequeños y caros engendros que se venden como teléfono móvil y que cada vez complican más la supuesta función prioritaria del aparato (llamar por teléfono), hasta extremos donde es más fácil interpretar el manuscrito Voynich que llamar a tu madre, pero a cambio incluyen millones de prestaciones que sólo se utilizarán el día del estreno y una cámara de fotos de precisión felina cuyo feliz poseedor utilizará, como mucho, para retratarse los juanetes mientras hace de vientre. Una PDA con capacidad de seis trillones de contactos para gente que no tiene amigos, coches que se pasan de moda antes de poder descubrir todas las prestaciones que lleva incluidas, televisión por cable con 60 canales que nadie ve, bebidas isotónicas para gente que no ha hecho deporte en su vida, zapatos de bolera para gente que jamás ha pisado una.
Nos preocupamos por conseguir constantes actualizaciones de programas informáticos que nunca hemos utilizado ni utilizaremos o que si hemos utilizado tendremos que olvidar para aprenderlas de nuevo. Queremos tener ordenadores a la última para exclusivamente navegar por internet, tenemos carritos de bebé con frenos ABS, DVDs científicos para niños de 20 días, restaurantes con una extensa y bien presentada carta de “aguas” (eso que dicen que es incoloro e insípido), establecimientos donde por un módico precio nada módico puedes respirar algo tan exclusivo como oxígeno. Cámaras de fotos digitales profesionales (y carísimas) vendidas por doquier que utilizamos para retratar, mal encuadrado, a tu cuñado y familia a la salida del chiringuito de San Juan donde te has apretado una paella (mala), además de hacer otras seiscientas fotos similares, siempre en modo automático, que jamás volverás a ver en tu vida. Automóviles con tracción a las cuatro ruedas que jamás pisarán otra cosa que una autopista bien asfaltada, pantallas de plasma de formato panorámico que apenas caben en el comedor para ver los canales de televisión normales, aunque ninguno de estos canales emiten en formato panorámico o equipos de música de alta definición y setenta millones de bafles para escuchar a Andrés Montes cantar los goles del Villarreal.

Nada de lo anterior es barato, nada de lo anterior es necesario pero la ausencia de todo lo anterior genera frustración.
Frustración que aportando su granito de arena viene a sumarse a la multitud de grandes problemas y tensiones que sufrimos los humanos modernos y que desembocan en esa terrible enfermedad del nuevo milenio conocida como estrés. Estrés que insoportablemente padece sin excepción cualquier bípedo de cerebro voluminoso y tarjeta de crédito. Todos, desde un controlador de vuelo al típico caradura de la administración pública que literalmente no hace absolutamente nada en sus horas de trabajo. Desde el gerente de las grandes firmas hasta el portero de mi finca al que siempre pillo zampando o escuchando el Carrusel deportivo. Desde el directo de un proyecto de construcción de mil millones de euros del que depende el precio del petróleo a la señora superada porque se ha quedado sin arroz basmati en la despensa. Desde un minero a Victoria Beckham. Desde Bill Gates a Pocholo. Estrés que, claro está, asumimos es culpa siempre de los demás y que todos intentamos eliminar de forma sencilla, sin complicaciones, sin sufrir y sobre todo lo más rápido posible porque ese es el ritmo que marca nuestro tiempo. Soy un egoísta y ególatra acomplejado que desprecia a todo el mundo y que lo que le pasa es que en el fondo se muere de envidia por no tener lo que tiene el vecino pero lejos de sospechar que la culpa es sólo mía prefiero achacárselo a la ciudad, al agua del grifo o a esta vida de locos mientras busco desesperadamente una pastilla que me quite esta horrible sensación.
Y que mejor opción para “sentirme mejor” que uno de esos santuarios del capitalismo de ficción que como hongos (o más bien como setas de gourmet) pueblan el mundo occidental (eso que los hipócritas también denominan con mucho humor “El mundo libre”). Les llaman SPA.

Sales al mundo mojado dolorido, tremendamente cansado y con la tensión fluctuando al ritmo del Ibex 35 pero con las fuerzas suficientes para meterte un entrecot entre pecho y espalda con el que recuperar las toxinas que tu cuerpo mando al exilio hace unas horas.
Al día siguiente volverás al atasco, a soñar con el BMW de tu jefe, a piratear con el ADSL películas y discos que jamás vas a ver o escuchar, a comprarte la película de serie B que “regalan” con el Marca que permanecerá años con el mismo envoltorio de plástico original antes de acabar en la basura y a poner el Tom Tom para ir del trabajo a casa.
Así somos los humanos del siglo XXI
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