Salute Per Aqua

11 de septiembre de 2008

En esta época contemporánea que nos ha tocado vivir se han dado y se dan probablemente los fenómenos más extravagantes que la humanidad recuerda. A pesar del barroquismo del Barroco o del histrionismo de los románticos no creo que sea muy fácil encontrar en otra época anterior tantas necesidades inútiles como tenemos ahora.

La lista es interminable: Ipods con capacidad de diez mil canciones para gente que normalmente no escucha música o cuya discografía se reduce al “oscurísimo” Brothers in arms de los Dire Straits, pequeños y caros engendros que se venden como teléfono móvil y que cada vez complican más la supuesta función prioritaria del aparato (llamar por teléfono), hasta extremos donde es más fácil interpretar el manuscrito Voynich que llamar a tu madre, pero a cambio incluyen millones de prestaciones que sólo se utilizarán el día del estreno y una cámara de fotos de precisión felina cuyo feliz poseedor utilizará, como mucho, para retratarse los juanetes mientras hace de vientre. Una PDA con capacidad de seis trillones de contactos para gente que no tiene amigos, coches que se pasan de moda antes de poder descubrir todas las prestaciones que lleva incluidas, televisión por cable con 60 canales que nadie ve, bebidas isotónicas para gente que no ha hecho deporte en su vida, zapatos de bolera para gente que jamás ha pisado una.

Nos preocupamos por conseguir constantes actualizaciones de programas informáticos que nunca hemos utilizado ni utilizaremos o que si hemos utilizado tendremos que olvidar para aprenderlas de nuevo. Queremos tener ordenadores a la última para exclusivamente navegar por internet, tenemos carritos de bebé con frenos ABS, DVDs científicos para niños de 20 días, restaurantes con una extensa y bien presentada carta de “aguas” (eso que dicen que es incoloro e insípido), establecimientos donde por un módico precio nada módico puedes respirar algo tan exclusivo como oxígeno. Cámaras de fotos digitales profesionales (y carísimas) vendidas por doquier que utilizamos para retratar, mal encuadrado, a tu cuñado y familia a la salida del chiringuito de San Juan donde te has apretado una paella (mala), además de hacer otras seiscientas fotos similares, siempre en modo automático, que jamás volverás a ver en tu vida. Automóviles con tracción a las cuatro ruedas que jamás pisarán otra cosa que una autopista bien asfaltada, pantallas de plasma de formato panorámico que apenas caben en el comedor para ver los canales de televisión normales, aunque ninguno de estos canales emiten en formato panorámico o equipos de música de alta definición y setenta millones de bafles para escuchar a Andrés Montes cantar los goles del Villarreal.

Buscamos casas con pistas de pádel y gimnasio que jamás utilizaremos. Tenemos gafas de sol para días nublados, gorros de lluvia que no se pueden mojar porque se estropean, pasamos frío en la oficina con 40 grados en la calle y sudamos en casa con nieve en el tejado. Añoramos los chalets en mitad del campo con jardín a pesar de que cuidar el jardín nos aburre o que de hecho siempre has odiado el campo. Pagamos ingentes cantidades de dinero para hacer una “escapadita” a una casa rural que pasamos jugando al tute o viendo películas de Jackie Chang en un moderno salón con todas las prestaciones de la vida moderna mientras los niños en lugar de correr por la ladera de la montaña juegan en la Play Station a que son ex genocidas serbios que matan por dinero en Nueva York. Compramos botas de montaña (de trekking) para montar en coche o para apuntarnos a un tontolaba Tour que nos llevará en autobús por sitios preciosos sin tener que poner apenas los pies en el suelo, sin tener que dejar de comer tortilla de patata o sin tener que ensuciarse las manos mezclándome con los sucios nativos. Sentimos la necesidad de ir a cenar a restaurantes donde hay que ir ya cenado desde casa pero aparentamos disfrutarlo porque al parecer es un signo de distinción. Compramos forros polares por si refresca en la playa, zapatillas de correr para ir a la finca de los consuegros a comer chuletas o nos hacemos con una Mountain Bike de oferta que nunca saldrá del garaje de Rivas. Ni que decir de las bicicletas estáticas y demás mobiliario urbano de la casa moderna. Queremos hacer gimnasia sin mover un músculo y por eso nos compramos aparatos que muevan los músculos por nosotros con la creencia de que así nos pareceremos a las presentadoras del telediario. Existe gente que pasa media vida metida en un atasco para vivir en una casa con pinos que no tiene pinos, médicos para gente que no tiene ninguna enfermedad, gente con depresión porque su terapeuta le ha diagnosticado que ya no tiene depresión… En fin, mejor dejarlo aquí.

Nada de lo anterior es barato, nada de lo anterior es necesario pero la ausencia de todo lo anterior genera frustración.

Frustración que aportando su granito de arena viene a sumarse a la multitud de grandes problemas y tensiones que sufrimos los humanos modernos y que desembocan en esa terrible enfermedad del nuevo milenio conocida como estrés. Estrés que insoportablemente padece sin excepción cualquier bípedo de cerebro voluminoso y tarjeta de crédito. Todos, desde un controlador de vuelo al típico caradura de la administración pública que literalmente no hace absolutamente nada en sus horas de trabajo. Desde el gerente de las grandes firmas hasta el portero de mi finca al que siempre pillo zampando o escuchando el Carrusel deportivo. Desde el directo de un proyecto de construcción de mil millones de euros del que depende el precio del petróleo a la señora superada porque se ha quedado sin arroz basmati en la despensa. Desde un minero a Victoria Beckham. Desde Bill Gates a Pocholo. Estrés que, claro está, asumimos es culpa siempre de los demás y que todos intentamos eliminar de forma sencilla, sin complicaciones, sin sufrir y sobre todo lo más rápido posible porque ese es el ritmo que marca nuestro tiempo. Soy un egoísta y ególatra acomplejado que desprecia a todo el mundo y que lo que le pasa es que en el fondo se muere de envidia por no tener lo que tiene el vecino pero lejos de sospechar que la culpa es sólo mía prefiero achacárselo a la ciudad, al agua del grifo o a esta vida de locos mientras busco desesperadamente una pastilla que me quite esta horrible sensación.

Y que mejor opción para “sentirme mejor” que uno de esos santuarios del capitalismo de ficción que como hongos (o más bien como setas de gourmet) pueblan el mundo occidental (eso que los hipócritas también denominan con mucho humor “El mundo libre”). Les llaman SPA.

Llegas allí y un señor con cara de médico y título de tornero fresador te recomienda un circuito anti-estrés que “ahora” tienen de oferta y que suplementado por un tratamiento de masaje no incluido conseguirá que te sientas como Sisi Emperatriz. Por un módico precio puedes entrar en un circuito en el que a 70ºC y 90% de humedad sudarás como un cerdo en un zulo iluminado con luces de puticlub. Volverás a sudar en un cubo de madera igual de caluroso pero más seco que la mojama y después se te cortará la respiración mientras entras y sales de unas piscinas con agua ardiendo y helada sucesivamente. Alguien te ha explicado los beneficios de los cambios de temperatura bruscos para la circulación pero tú te preguntas que tal le sentará eso mismo a tu maltrecho corazón. También te preguntas para tus adentros si hacer eso una vez al año tendrá realmente algún efecto en tu hasta entonces olvidada salud pero tampoco pierdes mucho tiempo en eso porque enseguida te dan unos chorros con agua en el cuello que aunque te dejan marcas desgarradoras en tu piel asumes que son por una buena causa. Tras unas duchas sin jabón que de nuevo el agua caliente da paso a un agua gélida que te recuerdan a cuando la bombona se quedaba sin butano en casa de tus padres gracias a Dios llegas al Jacuzzi pero desgraciadamente tampoco te puedes relajar cómo quisieras. Primero porque cuando llegas al borde de la pileta ves que está repleta de sonrientes señoras celulíticas de bañador negro y flamígeras posaderas que te impiden el paso hacia las burbujas y después porque cuando has accedido por fin a una esquinita del santuario, ganándole la posición a un señor miope de Toledo incapaz de reconocer el horizonte, te das cuenta de que un malhumorado chico con un grafitti de letras celtas tatuado en la espalda y brazos almidonados de forma implacable, que muy probablemente domina además los campeonatos de tunning del pueblo de sus padres, te está mirando fijamente con ganas de que te marches.

Sales al mundo mojado dolorido, tremendamente cansado y con la tensión fluctuando al ritmo del Ibex 35 pero con las fuerzas suficientes para meterte un entrecot entre pecho y espalda con el que recuperar las toxinas que tu cuerpo mando al exilio hace unas horas.

Al día siguiente volverás al atasco, a soñar con el BMW de tu jefe, a piratear con el ADSL películas y discos que jamás vas a ver o escuchar, a comprarte la película de serie B que “regalan” con el Marca que permanecerá años con el mismo envoltorio de plástico original antes de acabar en la basura y a poner el Tom Tom para ir del trabajo a casa.

Así somos los humanos del siglo XXI

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