Perrea, perrea

4 de junio de 2008

Dicen que una de las características autóctonas de los españoles es esa capacidad que tenemos para dilapidar sin pudor a la misma figura que poco tiempo antes habíamos alzado a la soñada cumbre y usando exactamente los mismos argumentos. Desconozco que ocurre en otros países porque nunca he vivido el tiempo suficiente en ninguno como para saberlo pero desde luego es algo que nosotros tenemos.

 

Hace algunos meses varias personas que conocen no sólo mi exagerada melomanía sino mi vinculación, más o menos intensa según se quiera entender, con la creación musical, la música y los músicos, daban por hecho que alguien como yo estaría indignado con el fenómeno Chiquilicuatre. Me preguntaban entonces, con cierta actitud defensiva, mi opinión al respecto que al parecer esperaban fuese de acalorada indignación. Nada de eso.

 

Pongamos las cosas claras. La primera vez que me hicieron la descrita pregunta sobre el autor del “brikidans” fue la primera vez que escuche hablar de tan popular personaje. La cifra varía de año a año pero más o menos escucho unos 100 discos nuevos al año, acudo a unos 15 o 20 conciertos, leo esporádicamente revistas del sector (en castellano y en inglés), me relaciono con músicos, locutores de radio... . Aun así, alguien como yo no sabía quien era el Chiquilicuatre cuando el grueso de la sociedad votaba en internet su candidatura para Eurovisión. Supongo que este dato es suficiente para decir lo que quiero decir pero intentaré hacerlo de otra manera.

 

Eurovisión es un programa de televisión. Ni más ni menos. No sé lo que sería el festival en los años 60, porque entonces ni siquiera vivía para saberlo, pero desde que tengo uso de razón se trata de un programa de televisión y más concretamente un concurso televisivo con la particularidad de que es a nivel internacional. Un programa que, como todos los programas desde que se finiquitó el siglo pasado y bautizamos al nuevo, se basa exclusivamente en rates, shares y demás palabros tan fríos como meridianamente tangibles. La relación con la música del concurso es la misma que la de otras ofertas parejas como el bodrio ese que actualmente contamina los tubos catódicos de nuestros hogares donde unos aventurados concursantes continúan la letra de una canción relativamente conocida desafinando como bellacos, aquel sucedáneo casposo de discoteca cutre a las afueras de Benidorm que llevaron a la televisión con el nombre de "Furor", el escaparate de llorosos y sentidos imitadores de estrellas (malas) de la canción que llamaban (y llaman) Operación Triunfo o tantos y tantos engendros nacidos en la cabeza de sesudos empresarios de la televisión y que probablemente todavía están por llegar. La relación con la música de todos estos productos más que tangencial es inexistente. No existe. La música es otra cosa que afortunadamente no tiene nada que ver con todo eso.

 

Bob Dylan empezó cantando sólo con su guitarra cosas que nadie entendía y con una voz nada convencional y desagradable, casi siempre en el hilo de la correcta afinación. Es un tipo incómodo, antipático, feo y dudo que sepa bailar pero está considerado por todo el mundo como un genio de la música y ha terminado vendiendo millones de discos de sus docenas de álbumes. Talento y aceptación comercial, ¿qué más se puede pedir? Lo curioso es que Bob Dylan jamás hubiese ganado un concurso de televisión como Operación Triunfo porque ni siquiera lo hubiesen seleccionado. En cualquier caso Bob Dylan, como músico y amante de la música que es, jamás se hubiese presentado a un programa de televisión que supuestamente basado en la música vive completamente alejado de ella.

 

De la misma forma Eurovisión es un concurso donde la música también es lo de menos. Es parte del atrezzo como las azafatas o la iluminación pero ni siquiera es lo más importante. Cuenta mucho más la imagen, la puesta en escena, la simpatía de los actores, el país donde han nacido y sobre todo el país al que representan. A partir de ahí, en una tómbola democrática de dudosa calificación y capacidad, cualquiera puede elegir a sus favoritos basándose en lo que le de la gana. El abuelo, que no sabe lo que es un CD, vota por la ucraniana porque tiene buenas tetas, la abuela, que no sabe lo que es un disco de vinilo, por los turcos que llevan unos trajes muy difíciles de zurcir, el papá, que jamás se ha comprado un disco, por las suecas para que vuelvan a menear otra vez sus potentes caderas, la mamá, que lo único que escucha es Radio Olé, por los chicos de Portugal porque ellos siempre nos votan a nosotros. El cuñado Paco vota por los ingleses para fastidiar a los franceses a los que tiene mucha manía desde que estuvo en París y la prima Rosa vota por el representante de Armenia porque la canción le recuerda a Chayanne, que es su favorito. Me dirán ustedes que tiene que ver todo esto con la música.

 

Así que puestos a ridiculizar algo tan sagrado nada mejor que hacerlo bien y con profesionales. ¿Para qué vamos a mandar a un músico, que podría ser feo y antipático, a un sitio donde los músicos no son bienvenidos? ¿Para qué vamos a buscar una buena canción para el concurso si lo que queremos es que el programa de televisión lo vea mucha gente y sabemos que las mejores canciones no son precisamente algo de interés público ni es algo de consumo masivo cuando están perdidas en las cuatro tiendas de discos que quedan en las grandes capitales y dentro de algún álbum perdido de un artista feo y desconocido que a la masa no interesa? ¿Para qué vamos a buscar un artista con personalidad si lo que queremos es un figurín maleable al que podamos peinar, vestir y rodear de guapas muchachas? Es infinitamente mejor mandar un personaje de mentira que tenga todo lo que queremos. Una figura creada a la medida.

 

Por eso cuando me enteré de lo que era el famoso Chiquilicuatre no sólo no me indigné sino que lo entendí perfectamente y al igual que el resto de mis vecinos me reí de sus gracias y bailé el “crusaito”. ¿Indignarme? ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver todo eso con la música que adoro? ¿Qué daño le hace el Chiquilicuatre a los artistas de verdad? Ninguno.

 

El caso es que aparte de la silenciosa incertidumbre pre-festival no se escuchaba nada malo al respecto de la cómica figura del “perrea, perrea” (soportando eso si el imparable festival de merchandising del susodicho). Hasta el come come que recorría la calle barajaba la posibilidad de acabar en una posición honrosa en tan lamentable concurso. Eso si, fue terminar el mismo y sucederse uno tras otro los debates entre pseudo-periodistas de este país en contra del intruso Chiquilicuatre. Digo pseudo-periodísticas porque me niego a denominar de otra manera a los personajes que han copado el gremio hasta asesinar una de las ciencias sociales más bonitas que existían. Personas que dudo mucho gastasen un solo euro en música en los últimos 10 años debatían con el rigor y la superioridad que da la ignorancia televisada sobre la desfachatez de TVE de “insultarnos” a los españoles enviando alguien así. Lo gracioso, y volvemos al principio, es que esgrimían las mismas razones que días antes los mismos (o sus replicas en otra cadena) utilizaban para alabar la originalidad de nuestro representante este año.

 

La música, afortunadamente para los que la queremos, hace ya muchos años que no tiene nada que ver con ninguno de los personajes que aparecen en este relato (excepto Bob Dylan, claro). Por suerte o por desgracia es algo que ya no interesa masivamente porque la masa entiende que la música no vale nada. Es algo que se puede obtener de forma gratuita a través de internet así que no debe ser tan complicado de construir si vale tan poco como nada. Allá ellos. Por suerte o por desgracia también la música ha quedado reducida a pequeños espacios donde cada vez menos gente (pero más apasionados) deambula sin hacer ruido a través de un mundo infinito, en busca de emociones y sentimientos que al fin al cabo es de lo que realmente está hecha la música.

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