Puede que me esté haciendo mayor, que no sea capaz
de ver las cosas menos evidentes o que mi necesidad vital de postureo sea
también cada vez más pequeña pero, aun a riesgo de ser considerado todavía más
vulgar, debo reconocer que Blue Jasmine no me ha gustado mucho. No es que me
parezca el horror, no me lo parece (y no lo es), pero me deja indiferente. Vacío.
No la entiendo. No veo el mensaje, no encuentro la gracia, no me conmueve, no
toca ninguna fibra oculta y lo que es peor, tampoco me hace reír. Nada. Veo a los
actores de Boardwalk Empire por la gran pantalla (viendo el elenco que ha
utilizado para rodar su película parece que Woody Allen coincide conmigo en que
Boardwalk Empire es una gran serie) y no me hacen olvidar que son personajes de
Boardwalk Empire. En realidad ocurre todo lo contrario. Esa sofisticación de
clase alta neoyorquina, tan común en la obra del director, lejos de
fascinarme, me cabrea. Me enfada. Hace sacar el chico de barrio humilde y puteado
por la clase dirigente que llevo dentro. Algo que no me pasa en otras de sus películas. Ni me interesa el drama de las damas
ricas, que como ángeles caídos vuelven a la realidad (¿la realidad?), ni me
entretienen unas historias que aparecen vulgares desprovistas de toda esa
sofisticación artificial, ni tampoco me provoca hilaridad alguna. Las típicas y elitistas
diferencias intelectuales, que en el universo Allen son siempre sociales
también, aquí me resultan groseras y hasta molestas.
La película avanza trazando una historia mil veces
escuchada siguiendo esquemas de escuela de guión. Todo correcto. Todo perfecto.
Todo frío. Quizá se pudiera entender como un generoso traje a medida para poder
apreciar en toda su plenitud el inmenso talento de esa belleza llamada Cate
Blanchett (que lo es y que lo tiene) pero a mí, francamente, me resulta innecesario. El
trabajo de la actriz es brutal pero lo hubiese sido igualmente, desde mi punto
de vista, sin tener que recurrir constantemente al límite de la interpretación
extrema. Ese recurso barato (leyenda del cine) que dice que los premios en el cine tienen que ir siempre para aquellos que interpretan a personas trastornadas que padecen algún tipo de enfermedad.
Pero la realidad es que la película acaba y no
entiendo nada. Durante todo el tiempo estoy ahí, sentado en mi silla y sin
apartar la mirada, esperando ese giro de guión que lo descoloque todo para
regocijo de espectadores comunes y rendidos admiradores como yo. Pero no llega.
Veo aparecer a Louis CK y me enderezo como si fuese a pasar algo. Nada. Sigue
sin pasar nada. La historia del excelente cómico stand-up es igual de aburrida
y predecible que todas las demás. Está metida con calzador. Tampoco me hace gracia. La película acaba
igual que empieza y yo me quedo leyendo los créditos finales esperando todavía
un guiño que no aparece. ¿Qué ha pasado? Nada. La comedia no ha sido comedia y
el drama, si es que lo es, me da igual. Sí, de acuerdo, ya sé lo que le ha
pasado a esa preciosa rubia que habla sola por la calle pero no me vale. Se me olvidará enseguida, además. Me resulta todo vulgar, predecible y un punto incoherente. Algo que no hace falta ser contado en loor de
multitudes.
Woody Allen es un puto genio. Eso es así. Lo era
mucho antes de rodar Blue Jasmine y lo seguirá siendo mucho después. Se ha
ganado, con creces, el derecho a rodar lo que le de la gana, como le de la gana
y cuando le de la gana. Estaría bueno. Llevo viendo sus películas en el cine
desde hace 20 años y seguiré haciéndolo mientras le siga dando la gana rodar
una cinta por año. Pero lo cortes no quita lo valiente y sería engañarme a mí
mismo si, aturdido por los elogios y parabienes que recibe la película por
parte de los supuestos entendidos en cine, me convenzo de que he visto una maravilla. No lo voy a
hacer. Seguramente sea un problema mío pero no me ha gustado demasiado Blue Jasmine y eso es lo cierto. Tan cierto
como que tampoco pasa nada.
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