Debe ser la perspectiva que me da el ser hermano mayor o que siempre me han atribuido la necesidad de ser un tipo bueno y responsable para con los demás pero la realidad es que nunca he entendido, ni entenderé, la fascinación cómplice que el género humano profesa por los malos. Los traviesos, los que no hacen caso, los que se saltan las reglas egoístamente, los difíciles, los complicados, los que cometen errores de magnitud bíblica que resultan simpáticas y a los que no cuesta luego nada perdonar…. Si un músico aparece sucio, borracho, polígamo, infiel y bañado hasta las cejas en estupefaciente parece que tiene un plus para que sus canciones, su obra, resulten auténticas y creíbles. ¿A quién puede interesar sin embargo la obra de un artista de rock limpio, pulcro, con gafas, ejemplar padre de familia que madruga y no sale por la noche? Menuda enorme estupidez, si lo piensan.
Cuando alguien saca tradicionalmente buenas notas parece que socialmente está penalizado su trabajo o su éxito como si fuese algo natural que no requiera esfuerzo. Saca buenas notas. Punto. Cómo si fuese algo puramente genético o de carácter divino. Las horas que hay detrás para llegar ahí parecen caer socialmente en saco roto si se trata de mentes presuntamente privilegiadas. Cuando alguien es capaz en soledad de aprender inglés o a tocar la guitarra se justifica desde los mentideros del otro lado, los que no hablan inglés ni tocan la guitarra, con ese socorrido “es que él tiene facilidad para los idiomas o para la música”. Como si las horas y horas que siempre se necesitan para entender a los ingleses o conseguir que el acorde de Si bemol no suene a un felino en proceso de castración, no fuese absolutamente siempre una cuestión de esfuerzo.
Cuando hace un par de años empecé a leer cosas sobre una serie que se avecinaba llamada Boardwalk Empire empezó también a venirse a mi cabeza todo lo anterior. Según aprehendía los aspectos técnicos del venidero serial se me formaba en la cabeza la imagen del chico alto, guapo, rubio, simpático, inteligente, deportista, buen amante, buen padre y buen hijo. HBO, Ambientación en la Ley Seca americana, Steve Buscemi, de actor principal, Martin Scorsese de productor ejecutivo y director del episodio piloto, presupuesto millonario, medios a tutiplén… Todo hacía pensar en una superproducción, en el amplio sentido del concepto superproducción. Así que como uno es también humano, empezó ya entonces a recelar de la perfección del Quarterback. Como además tengo también la mala costumbre de leer artículos de opinión ajenos, las noticias que llegaban de voces autorizadas sobre la nueva apuesta de la cadena de cable por excelencia eran siempre de elogios a los nombres y las macro cifras (tangibles o intangibles) pero subrepticiamente aparecían mezcladas con sutiles insinuaciones sobre la falta de nervio y corazón de la cinta.
Y llegó el piloto. A mí, tipo con un criterio muy particular y rendido aficionado a las películas de mafiosos, me gustó horrores, pero me costó entonces compartir mi entusiasmo con los gurús más afilados sobre la crítica televisiva. Sí, pero. Que si todo estaba muy limpio, que si el muelle parecía un decorado de postal,…yo insinuaba que había leído en algún sitio que la fotografía se basaba precisamente en las postales de Atlantic City contemporáneas a los años de la prohibición, pero lógicamente, nadie me prestó demasiada atención. Ni falta que hacía por otra parte. La serie culminó su primera temporada y fue tan grande, tan redonda, tan divertida y tan buena que cerró momentáneamente, y a regaña dientes probablemente, las bocas y afiladas plumas de tanto y tanto explorador de la excelencia con derecho de admisión que anda suelto por el ciberespacio y el papel.
Y llegó la segunda temporada y el Quarterback no es que sea fuerte, atlético, saque sobresalientes y sea simpático. Es que además tiene un talento insuperable para la lírica, la música y la poesía. Los doce capítulos de la segunda entrega de esta saga sobre la piel oculta del milagro estadounidense están por méritos propios en ese ramillete de series elegidas que han hecho y hacen que el género televisivo compita de tú a tú con cualquier otro formato del arte audiovisual. Es un prodigio de guión ver como toma un historia ya empezada para volverá a empezar y para terminarla dejándola abierta en el último capítulo. Es una delicia para la vista la sucesión de encuadres magníficos que mezclan, con naturalidad musical, fotografías de una poesía y belleza impresionante con auténticas carnicerías gore. Es un placer muy refinado el bañarse, casi sin querer, en esa constante música de music-hall y dixieland que todo lo baña y todo lo puede. Es una bofetada de talento, que estremece, el observar atenazado las interpretaciones de unos tipos que cuesta creer que no viviesen hace décadas o que no se estén interpretando a ellos mismos. Y no hablo ya del híper celebérrimo y justamente premiado Buscemi sino de ese enigmático aniñado de James Darmody (Michael Pitt) o de Angela, su hermética mujer, o de Gillian su desequilibrada y extraña madre que compite en atractivo con cualquiera de las amantes de su hijo o de Margaret, la insoportable e hipócrita amante de Nucky, o del terroríficamente talibán agente Nelson, o de Lucy (Paz de la Huerta) su casi involuntaria cuasi meretriz, o de…en fin. El ramillete de personajes, el cruce de historias, las posibilidades que ofrece la serie es tan espectacular que abruma.
Pero me niego a restarle méritos. Boardwalk Empire tenía todo a priori para ser una serie excelente y lo es. No todo el mundo puede decir lo mismo. Lo es y eso no debería restarle un ápice de mérito, igual que no debería encoger la admiración de su público al talento, el esfuerzo y el buen hacer que hay detrás. ¿Parte con ventaja? Si. ¿Y qué?
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