Uno tenía la mala costumbre de sacar buenas notas de pequeño y esas cosas marcan. Lógicamente para bien pero ilógicamente también para mal, gracias a ese entorno sociológicamente radioactivo que supone las aulas de un colegio. Lo anterior es obvio (por mucho que políticos papistas se empeñen en vivir en Venus) pero uno logró lidiar con ello con cierta dignidad, gracias a la interpretación y el espíritu castrense. Con lo que sin embargo nunca he podido lidiar es con que el entorno familiar asumiera los éxitos, mis éxitos, como normales. Mientras en otras casas presentar unas notas como las mías podrían ser motivo de fiesta nacional en la mía pasaban sin pena ni gloria. Se asumía como algo normal. Solamente se destacaba llegado el caso un pequeño e imprevisto bajón en alguna asignatura (tampoco de forma muy vehemente, para ser justos). “¿Y ese “bien” que has sacado en inglés?”. Con el paso de los años y ampliando la familia real a otros seres sin lazos consanguíneos pero igualmente cercanos, el efecto se ha reproducido en mí de la misma forma con todas y cada una de las cosas que he emprendido en esta vida y que me han salido bien. A ojos y oídos de seres anónimos mis hazañas podrán parecer espectaculares o no pero en el círculo cercano indefectiblemente todo se ajustaba simplemente a lo esperado. Todo entraba dentro de la más absoluta normalidad. “Vamos a dar una gira por California”. “Pues no volváis tarde”. “He publicado un cuento en una revista. - ¿Te pagan?.- No. – Estás haciendo el primo”. “He ganado un concurso de estudiantes y tengo que dar en inglés una conferencia en París. – Menudo gafas que estás hecho”. “He aprendido a tocar varios instrumentos sin que nadie me enseñe.- Es que tienes buen oído, no tiene mérito”. “Acabo de grabar un disco yo sólo en casa tocando todos los instrumentos, editando, masterizando y haciendo el arte gráfico.- Desde luego ahora con los ordenadores cualquiera hace cualquier cosa”.
Por eso entiendo perfectamente (y me repatean) las críticas a Boardwalk Empire, la serie de HBO que acaba de culminar su primera temporada y que me he tragado sin pestañear. Especialmente las críticas después de un episodio piloto que deja a la altura del betún a un alto porcentaje de películas mediocres sobre la mafia encumbradas por alguno a obra maestra y que supone otra prueba más de que el mejor y más atrevido cine comercial contemporáneo se está haciendo por y para la televisión, tuve que escuchar a más de un erudito de pacotilla criticar lo único mínimamente criticable (y espérate tú) en más de una hora de cinta. En un expediente académico con todo sobresalientes y un notable este grupo de iluminados que desprestigia al gremio de los gafotas tenía que fijarse básicamente en el notable obviando todo lo demás con un condescendiente: “si, pero”. Después de más de una hora de personajes perfectamente trazados, historias que crecían entrelazadas, diálogos geniales, ambientación brutal, ritmo apabullante, química cinematográfica en estado puro y sobre todo la inmensa suerte de saber que aquello sólo era el principio de lo que estaba por venir, resulta que a mucho “experto” la serie le dejó fría porque algunos decorados estaban “muy limpios”. Es como salir de un concierto de Wilco diciendo que te ha dejado frío porque Jeff Tweedy llevaba la camisa fuera de los pantalones.
Pero todo tiene una explicación muy sencilla. Por un lado la humanidad (y en concreto la humanidad que habla castellano) ha desarrollado una depurada habilidad para destacar lo malo de los demás por encima de cualquier otra cosa. Mientras en esto somos maestros estamos todavía en pañales sin embargo en cuanto a técnicas orales o escritar para reconocer el mérito de los demás. Cuesta. Duele. Molesta. No es Cool. Es un signo de debilidad que no se puede permitir alguien con opinión cualificada y mucho menos alguien que se cree que la tiene (que no tienen porque coincidir ambas figuras). Todo esto se amplifica todavía más cuando viene de alguien o algo que se espera a priori, por la razón que sea, que va a ser bueno. Que tiene que ser bueno para ser normal. Ese es precisamente el otro pilar de la explicación. Boardwalk Empire es una de las producciones más caras y ambiciosas por parte de una cadena que apuesta por el talento pero que no suele escatimar en recursos como es HBO. Un montón de dinero para hacer la serie, el actor principal es Steve Buscemi, algo así como una de las joyas de la corona de la filmografía underground americana (actor fetiche de los hermanos Cohen, aparece en cintas de referencia como Fargo, Reservoir Dogs o Los Soprano) y el productor y director del episodio es nada menos que Martin Scorsese, alguien que obviamente no necesita presentación. "¿Qué merito tiene hacer una buena serie sobre la mafia con esas premisas?", debe pensar el subconsciente gris del crítico de turno (especialmente si éste mecaniza su lógica a través del idioma castellano).
Pues lo tiene y no sólo no cuesta nada decirlo sino que es de necios no hacerlo.
Me la suda la limpieza del paseo marítimo de Atlantic City y me la suda si se parece o no a como era ese paseo en los años 20 (aunque de momento se parece bastante a las postales y cuadros de aquella época pero eso es algo demasiado retorcido como para que los críticos de cámara reparen en ello).
Me gusta Boardwalk Empire y espero ansioso la segunda temporada.
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