Intelectuales

30 de agosto de 2017

Reconozco que alguna que otra vez, como una sutil forma de insulto subrepticio y con cierta mala leche, me han llamado intelectual. Es más, creo que la mayoría de las veces en las que ha ocurrido tenía cierta retranca. A estas alturas de película no sé si me da igual o no, pero sé que es irrelevante. No soy un intelectual. Al menos no lo soy en el sentido oficial del término. Ese que sirve para vivir de ello o para que el resto del mundo considere que lo puedes hacer. Para entrar en fiestas privadas y ligar con muchachas que en otra circunstancias te escupirían a la cara o para que los demás olviden lo fácil que es jugar a expandir la mente con el dinero de papá.

Hago, aquí y ahora, esa reflexión de garrafón porque reciéntemente he sufrido una de las peores películas que he visto en toda mi vida y porque al hacerlo, ha sido precisamente el concepto de intelectualidad lo que me ha venido a la mente. Después de ver Under The Skin, tras recuperar las constantes vitales, he conseguido llegar a dos conclusiones. La primera es que sigo sin tener ni idea de lo que significa eso de ser un intelectual. No es una boutade (lo juro), es la cruda realidad. Se utiliza tanto y en contextos tan diferentes que tiendo a creer que ya no tiene ningún significado real. No creo que sea aquel que tiene muchos conocimientos. No creo que sea aquel que trata de explorar el mundo a través del saber. No creo tampoco que sea el que analiza los designios de la vida a través del intelecto. La segunda conclusión es que si Jonathan Glazer, el autor de esa supuesta cinta experimental, es un intelectual, servidor está muy lejos de serlo.

Como evidencia de mi personalidad rupestre y mundana, que además aclara un poco las cosas, déjenme decirles que mi máximo interés por ver la película (o el videoclip, o la performance o lo que quiera que sea) estaba basado la posibilidad de observar a Scarlett Johansson, de la que me enamore en Lost in Traslation o en Match Point, sin ropa. Podría parecer razón más que suficiente, al menos en el mundo de los asalariados que pagamos impuestos, pero qué quieren que les diga. No compensa. Busquen las imágenes en internet y ahorrarán tiempo. Y no lo digo por las criticadas redondeces asimétricas de la susodicha actriz, que a mí me encantan (dicho sea de paso), sino porque en mi modesta y vulgar opinión el resto me parecen una larguísima broma sin gracia. Hora y tres cuartos de vida que, en mi opinión, pude haber malgastado en cosas más satisfactorias. La película es una sucesión interminable de escenas desechadas por cualquier estudiante de primero de cine experimental. Tristeza aséptica e incolora salpicada con algunos escoceses hablando (poco) en incomprensible acento escocés y decorada con sonidos vanguardistas. Alguna que otra secuencia interesante, cierto, pero estropeada por la necesidad de trascender. Solo se salva quizá la omnipresente Scarlett, demacrada y perfecta en su imperfección.

Y sí, la imagen es muy bonita, la música inquietante, el color arrebatador, las alegoría tremendamente inteligentes (lo que quiera que eso signifique) y los silencios de una profundidad que se nos debe escapar a los que no tuvimos dinero para salir de Erasmus. Es de esas películas que básicamente tienen el objetivo de demostrar al espectador que es gilipollas. De hecho, algunos de esos mismos espectadores, poseídos por el complejo de culpa, rebuscan en lo más profundo de su ser hasta encontrar algo que justifique lo que aparece delante de sus ojos. 

A mí todo eso, como cine, no me vale. No me lo creo, no me emociona y además me aburre. Mucho. No es que no entienda lo que está pasando sino que no está pasando nada. Acepto, que no pase nada (adoro muchas otras películas "raras" o "difíciles" en las que no pasa "nada") pero coño, no me puedo aburrir. El director quiere imitar a otros genios del celuloide que llevan al límite los recursos y juegan con la inteligencia del espectador pero creo que no le sale. Ni de lejos. Al final, cuando acaba la película tenemos que improvisar un guión que no ha existido. Que no existe, por mucho que mucho ciertos críticos especializados se lo quieran inventar después en su columna.

Me consta que existe una cohorte de… ¿intelectuales? que coleccionan loas a la película del realizador británico. Resaltan aspectos maravillosos que yo sé que no seré capaz de ver ni volviendo a visualizar la cinta bañado en ácido. Pero no seré yo el que contradiga a los que saben. Al fin y al cabo no deja de ser el comentario sesgado de alguien incapaz de tener una barba en condiciones.

Hibana

10 de octubre de 2016

No soy muy aficionado al Manga ni a Murakami pero siento fascinación por Japón. Mucha. Viene de lejos. Se amplificó cuando vi Lost in Traslation pero se quedó clavada definitivamente cuando tuve la oportunidad de recorrer el país durante algunas semanas. Me fascina su forma de comportarse, su percepción de las cosas, sus rutinas, su comida, su música Pop (J-Pop, lo llaman ellos) y todos esos aspectos de esa cultura que, al ser tan diferentes a lo que conocemos, catalogamos de rara. Algunas de esas peculiaridades no me gustan realmente pero me fascinan del mismo modo. 

Creo que hay que estar en una situación parecida para sentarse voluntariamente a ver Hibana, la serie de televisión de Netflix. Hay que tener además el tiempo y la paciencia para pararse a buscar en internet lo que no se ha entendido en cada capítulo y tratar así de encontrar el sentido y la gracia de unos personajes que aparentemente no la tienen. Por qué se ríen cuando tú no lo haces. Por qué parecen estatuas de acero cuando deberían estar mostrando su furia, su pena o su amor. 

No es una serie que recomendaría a un desconocido pero la he visto entera y con cariño. Y no es por esas postales de Tokyo tan bonitas ni esos silencios tan extraños sino por haberme hecho recordar esos años mágicos en los que descubrir al autor de una canción desconocida era una aventura maravillosa. 

Puede sonar carca pero creo sinceramente que los nuevos tiempos se han cargado la magia que existía alrededor de la música grabada. Hoy puedes escuchar un disco en tu casa antes de que esté publicado. A veces incluso de forma legal. No tiene ya sentido esperar a tener un soporte físico que contenga un álbum porque ni siquiera tiene sentido ya para casi nadie tener un soporte físico. Hoy la emoción de los “imbéciles” que seguimos comprando discos es puramente nostálgica. Somos conscientes de que ya no es "rentable" ni "lógico" pero lo seguimos haciendo por puro orgullo y a pesar de una sociedad que se ríe de nosotros por hacerlo. 

Hace años necesitabas meses (y talento) para descubrir el autor y el nombre de una canción que te llamaba la atención cuando la escuchabas en la tele. Hoy basta apretar el botón de Shazam para tenerlo todo en un segundo. 

Salvo que el artista sea japonés. 

Viendo el final del primer capítulo de Hibana empezó a sonar una de esas canciones que, si tienes la guardia bajada, se te cuelan hasta dentro. Paré la reproducción, rebobiné, lo puse de nuevo y activé la aplicación de Shazam. Salió en la pantalla de mi móvil, claro que salió, pero en japonés. Tenía los Kanji que representaban el nombre del artista en esa escritura pero no me decían nada. No me valían de mucho.

Copié aquella ristra de dibujos y los pegué en Spotify. Nada. Hice lo mismo en YouTube y sólo aparecían algunos tipos anónimos que tocaban esa canción en su casa. No era la original. Lo puse en Google y conseguí ver una foto del que sí parecía ser el verdadero cantante pero volvía a estar rodeado de ideogramas indescifrables. Los links que encontraba por el camino no me llevaban a ningún sitio. Me paré pensar y acabé haciendo algo que tenía que haber hecho desde el principio. Pasar los símbolos Kanji a Romaji, que no es otra cosa que el mismo idioma japonés pero escrito con caracteres latinos. Internet puede hacer esas cosas, sí. 

Kazuyoshi Saito (斉藤和義). Ese era el nombre del artista. Un artista que “sólo” tiene quince discos de estudio y cientos de otras grabaciones publicadas. Ponte a buscar ahí una canción de la que sólo tienes el nombre escrito en Kanji: 空に星が綺麗~悲しい吉祥寺 

Pero lo hice. Y la encontré. También el disco en el que estaba. Encontré incluso un lugar en el que comprármelo y ya lo tengo en casa. 

La canción se llama Sora ni Hoshi ga Kirei (Hermoso cielo de estrellas o algo así). 

Me encanta.

¿Estaría escuchándola ahora (o escribiendo esto) de no haber tardado horas en dar con ella?

Lo dudo.




空に星が綺麗 ~悲しい吉祥寺~  斉藤和義 por gaja53

Conciencia

9 de septiembre de 2015

Ando enfrascado estos días en las páginas de Matar a un Ruiseñor, esa fantástica novela clásica que, por aquello de haber visto la película un millón de veces, había dejado pasar demasiado tiempo. La estoy disfrutando mucho. Es ágil, tierna, cruda y tiene muchas esquinas en las que quedarse despierto, pero desde hace un par de días me he quedado enganchado en una de las muchas sentencias de ese fascinante personaje, manoseado por el underground americano, llamado Atticus Finch. “La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de cada uno”. ¿Seguro? 

No tengo tiempo, ni ganas, ni probablemente recursos, para demostrar mis dudas respecto a la independencia de la conciencia, pero uno tiende a pensar que incluso algo tan íntimo está sometido al influjo tramposo de las mayorías. Por muy cínico que parezca, me inquieta pensar que sea casualidad el hecho de que la gente se agrupe y coincida mayoritariamente en ver, leer, escuchar, comprar, animar, soñar o votar las mismas cosas, elegidas siempre entre un número muy reducido de opciones. Estoy convencido de que todas y cada una de las personas dicen además hacerlo a conciencia.

Hace años que mis gustos musicales y los de las revistas especializadas de música deambulan por caminos divergentes. Seguramente ellos tengan razón y yo esté equivocado pero ni lo sé ni me importa. Bueno, sí que me importa, pero asumo que esa es la realidad, por mucho que siga sin creerme el carácter genuino e inocente de los mecanismos de selección que manejan. Me sorprenden la coincidencia, casí mimética, de muchos de los nombres que destacan y la supuesta espontaneidad de esas tendencias que van y vienen, como surgidas de la nada. La “impredecible” casualidad de que un determinado artista sea considerado revival (es decir, despreciable) mientras que otro, que a mis oídos “inexpertos” suene igual, sea entendido como el colmo de la sofisticación. Ese fenómeno fascinante en el que varias manos, aparentemente distintas y aparentemente al unísono, elevan a los altares determinados discos que, a mí, honestamente, me resultan un auténtico coñazo. Todo esto me ha generado una actitud de rechazo preventivo respecto de ciertos artefactos de vanguardia. Esos discos modernos (ejem), de rabiosa actualidad (ejem), piropeados unánimemente por la crítica especializada (ejem) y abrazados por los amantes de la música más preparados (ejem, ejem).

Pero esta semana me he dado cuenta de que ese rechazo es tan gratuito como absurdo. Un rechazo que ha hecho que estuviese a punto de dejar pasar el “Poison Season”, aclamado último disco de Destroyer, el grupo del artista indie canadiense Dan Bejar (The New Pornographers, Swan Lake,…), recientemente publicado. Un disco que vi destacado durante semanas. Un disco que vi recomendado por tipos que no me daban ninguna confianza. Un disco que entró en mi ipod sin querer pero que dudo vuelva ya a salir. Un disco denso, largo, complicado y quizá poco accesible, pero un disco que me encanta. Un disco cargado de melodía y de cuerdas pero también un disco repleto de un instrumento tan denodado en el universo indie como el saxofón (que en este caso, curiosamente, resulta muy cool). Un disco que me ha hecho reflexionar sobre todo esto de la influencia externa en la conciencia de cada uno y que también, de alguna forma, me ha invitado a cambiar los muebles del cerebro para intentar pensar de otro forma. Las cosas que más se disfrutan suelen ser impredecibles. Son aquellas en las que puedes ganar o perder. Las que admiten la incoherencia sin complejos y el error como algo natural.  Qué coño, al fin y al cabo puede que yo también esté equivocado.

Es fácil asesinar a una buena banda

3 de septiembre de 2014

Conocí a Beulah, grupo de San Francisco ya extinto, cuando terminando la década de los 90 me encontraba obsesionado con el Orch-Pop. Esa suerte de música pop que navega entre las melodías reconocibles, varias capas de instrumentos y los arreglos orquestales. Recuerdo que fue en aquellos días, en alguna publicación de las que por entonces todavía seguía, cuando leí la reseña de When Your Heartstrings Break que me llamó la atención. Compré el disco en Escridiscos (entonces la secuencia más directa para escuchar nueva música era así de bonita) y caí rendido a su contenido. Me gustó mucho. Sunday Under Glass, el segundo de sus cortes, es de hecho un clásico en mis recopilatorios musicales. Años más tarde llegarían también a mi colección de discos A Coast is Clean y Yoko (tercer y cuarto trabajo de la banda) aunque, resultándome bastante buenos, se quedaron por detrás de su predecesor en cuanto a cariño personal se refiere. También conseguí en el mismo impasse su primera referencia: Handsome Western State pero resultó ser un artefacto low-fi y ultra-indie que realmente pasó sin pena ni gloria por mi cerebro y del que ahora mismo no recuerdo una sola canción.

Nunca vi a Beulah en directo (tengo dudas de hecho de que alguna vez tocasen en Europa) pero a punto estuve de hacerlo a finales de 2001 cuando los californianos tenían prevista una gira por Europa que presuntamente pasaba por España. Dicha gira nunca llegó a ocurrir. En un breve comunicado que apareció en su web (y que allí continúa) el grupo decía “haber decidido cancelar la gira europea pero no los conciertos en Estados Unidos”. Raro. No recuerdo si fue en esa misma web o en otro sitio pero juro que en algún lugar leí más tarde, en palabras de los propios miembros del grupo, cuál era la explicación de aquello: no les parecía prudente el que un grupo de “americanos” viajase a Europa después de los últimos acontecimientos acaecidos (se referían al famoso 11 de septiembre de 2001). Aquello me dejó estupefacto. ¡Dos meses después de aquello lo sensato era no viajar en avión a Europa y cancelar una gira por un continente en el que nunca has tocado! Era ese tipo de razonamiento que uno esperaría del estereotipo de norteamericano medio, el que está permanentemente asustado de que en cualquier momento el cielo se caiga en su cabeza, pero no de los miembros de un grupo indie que vive en la moderna bahía de San Francisco y a los que yo suponía de otra forma. Creo que fue la primera vez en mi vida en la que verdaderamente me planteé algo de lo que ahora tengo la certeza: los miembros de los grupos de música independiente no son siempre los tipos cultos, leídos e intelectuales que parecen y que yo creía. 

La banda se separó en 2004, después de una última gira por EEUU y Canadá que quedó reflejada en la película/documental A Good Band is Easy to Kill, película que en su momento me quedé con las ganas de ver. En 2004 conseguir ese producto de ese tipo (película underground sin distribución de un grupo underground publicada por un sello underground) no era ni fácil, ni barato ni realmente apetecible (en inglés, sin subtítulos, con una zona diferente de DVD, etc…) pero diez años después las cosas son diferentes. Hace unos días, a través de un simple click de ratón y diez euros abonados a través de PayPal, conseguí que alguien me lo trajese al buzón de mi casa. Flipo. 

La película es un documento fantástico. Aunque técnicamente es muy básica, está grabada en video y presenta una rotulación tan cutre que no desentonaría en un programa televisivo de variedades en los años 80, me parece un reflejo certero, fiel y hasta emocionante de lo que es ir de gira siendo un grupo indie de bajo presupuesto. En ningún sitio he visto antes reflejado de mejor forma los viajes en furgoneta, la llegada a garitos pequeños y mal acondicionados, la frustración por no encontrar el equipo que esperabas, el mal rollo por haber tocado mal, las bromas estúpidas con tipos a los que estás ya hasta las narices de ver o las ganas terribles de llegar a casa… Es muy emocionante verles llegar al The Casbah en San Diego o El Trovadour en Los Angeles,… sitios en los que he estado y que pertenecen al Santa Sanctorum del circuito underground americano. Para mí eso, junto con la infinidad de actuaciones en directo en localizaciones muy diferentes que contiene el metraje, es lo mejor del documental.

Pero también, aunque en esto falla algo y resulta demasiado naif, sirve para conocer mejor a los personajes y entender por qué una vez decidieron que viajar a Europa siendo americanos era peligroso. Puedes entender como los rumores de que su líder (Miles Korowsky) sufría una dolencia de bipolaridad no andaban desencaminados. Un tipo desquiciante hasta decir basta que de repente, en momentos puntuales, muestra signos de bondad. Particularmente curiosa es la escena en la que tras un concierto son invitados a la casa de un fan canadiense pero se enfadan con él y acaban poco después en la furgoneta soltando un speech patriótico en contra del propio anfitrión (no quiero soltar demasiados spoilers). Hay que reconocer y destacar la valentía que supone el que la película muestre este tipo de escenas. No muchos grupos dejarían que aparecieran en un documental sobre ellos mismos. El inglés es difícil de entender en algunos momentos (al menos para mí) pero merece la pena intentarlo. Transmite honestidad, me recuerda épocas muy felices para mí y la música mola. Gran adquisición.

Bendito frío

25 de agosto de 2014

Dejemos algo claro ya desde el principio: soy un fan irredento de los hermanos Coen. Sin peros. Me deben faltar un par de películas para haber visto toda su extensa filmografía y son de los pocos directores de cine sobre los que me mantengo alerta respecto a cualquier novedad que puedan tener. Dicho lo anterior, debo reconocer también que Fargo no está, a día de hoy, entre mis películas favoritas. Sólo la he visto una vez, en el verano de 1996 (el año de su estrenó), en un cine de Huelva, ciudad en la que por circunstancias de la vida me encontraba haciendo prácticas universitarias. Debido seguramente al frenesí estival de aquellos días, que venía provocado por el hecho de estar fuera de casa, con dinero, tiempo y poderío juvenil, recuerdo que entré al cine muy cansado y con sueño. Probablemente ello me condicionó para que la película no me entrase hasta el fondo pero eso fue lo que ocurrió. La recuerdo técnicamente perfecta (como siempre), ingeniosa (como siempre) y bien trazada (como siempre) pero por alguna razón no terminó de tocarme la fibra. Por una especie de pereza que ha crecido en torno a ese primer sentimiento, la realidad es que no he vuelto a ver la cinta y con ello convivo.

Esa misma pereza es la que me hizo hace meses aparcar en la recamara el visionado de la prometedora serie de televisión emitida por FX con el mismo nombre (Fargo) y que sin seguir fielmente el libreto del largometraje, recoge la esencia y el espíritu del mismo, lo que viene certificado por la propia presencia de los hermanos Coen en la producción. Como tantas otras veces mi decisión fue errónea y afortunadamente he podido resarcirme durante el verano que ahora acaba. La serie es magnífica desde cualquier punto de vista. Soporta cualquier comparación y ha pasado del tirón a ocupar un lugar destacado en mi librería de grandes series. Todo me parece fabuloso. Todo. Desde las vetustas calles de Bemidji hasta las zapatillas contra el frío que usan los protagonistas en casa. Desde el blanco deslumbrante que todo lo moja hasta el edificio del FBI en Duluth. Desde la sangre que salpica las paredes hasta los besos en la mejilla.

El imaginario universo que los creadores fabrican en ese remoto paraje, situado entre los estados de Dakota del Norte y Minnesota, cerca de la frontera canadiense de Ontario y Manitoba, es la alfombra perfecta para una historia negrísima y delirante. Parajes helados, física y espiritualmente. Comunidades americanas, recónditas, abandonadas y autocomplacientes, cuyos habitantes bordean ese terreno, difuso e indefinido, entre lo normal y lo anormal. Esas extensiones infinitas, inmensamente blancas, cubiertas constantemente de nieve. Esos viajes en coche entre ciudades de nombres exóticos y anónimos que parecen siempre el mismo (aunque en la serie parece que están al lado Fargo está realmente a 2 horas y media en coche de Bemidji). 

Con ese escenario de fondo, parte fundamental del éxito del conjunto, los actores aprovechan una gran dirección y un estupendo guión de novela negra clásica (pero inteligente) para trazar casi 10 horas de televisión excelente que se degustan en un suspiro. Pero claro, ¡qué actores! Encabezados por unos Billy Bob Thorton y Martin Freeman en estado de gracia (supongo que acapararán premios a diestro y siniestro este año) y seguidos por un ramillete de profesionales creíbles, entrañables y geniales. Personajes en el límite de la parodia (muy Coen) cosidos a la trama a través de un humor negro que perfuma todo el metraje (muy Coen también) y que muestran con una naturalidad verdaderamente compleja, un puñado de vidas tan terribles como anodinas. Un lugar bizarro en el que conviven la brutalidad extrema de un asesino en serie paradigmático, la ingenuidad campesina de un jefe de policía que lo único que quiere es preocuparse de quitar la nieve y comer pastel de arándanos, la violenta resurrección de un tipo mediocre entre mediocres y la preciosa historia de amor entre una implacable agente de policía, gorda y dulce, y un pusilánime cartero frustrado al que en su día le tocaron malas cartas. Genial.


Según aparecían al comienzo del último episodio los letreros que indicaban que la historia estaba basada en hechos reales y que se contaba tal y como había ocurrido (algo que por cierto es otra macabra broma de los Coen, como ya ocurría en la película) personalmente tenía claras dos cosas: que es la serie que más me ha gustado en lo que va de año y que ahora tengo muchas ganas de volver a ver la película.