Hay esquinas en alguna parte de tu ciudad que por alguna razón te inspiran paz y belleza. A veces el efecto es evidente. A veces el mismo efecto es imposible de explicar a terceros. Hay películas que sin hablar de nada lo dicen todo. Hay fotografías en blanco y negro que no necesitan color. Hay minúsculas y pequeñas canciones de dos minutos que bajo su aparente sencillez acumulan dosis exageradas de talento y valor artístico. Hay personas que se ponen una chaqueta andrajosa y parecen la definición de elegancia mientras esa misma chaqueta colocada en un elegante maniquí lo convierte en un zarrapastroso. Hay bossa-novas de una sola nota y un solo acorde que ponen la piel de gallina hasta puntos de intensidad que jamás alcanzaran otras obras artificialmente sofisticadas. ¿Por qué? No lo sé. Hay series de televisión que me recuerdan a todo lo anterior. Que pasan con dignidad por la pequeña pantalla pero sin complejos. Que se disfrazan de normalidad para esconder una actitud que linda con lo pretencioso. Que son diferentes. Que trascienden a su aparente intrascendencia. Que no soportan la calificación de normal entre sus espectadores separando a estos entre los que la adoran o los que la desprecian. Una de esas series es How To Make it in America y yo me decanto por los del primer grupo.
Teniendo como referencia a los escritores de Entourage (que participan en el guión) y lacrado con el sello de HBO en la frente, uno se sentaba el año pasado a visionar la primera temporada de esa comedia-drama (¿el género de moda?), aparentemente ambientada en las avenidas de Nueva York y alrededor del mundo de la moda vanguardista a pie de calle, con las referencias conocidas. Craso error. Los primeros capítulos desconciertan. La estrechísima primera temporada (8 capítulos de menos de media hora) desconcierta. ¿Es en broma o es en serio? ¿Son tipos que sufren o niños de papá? ¿Tienen derecho a quejarse o deberían ponerse a currar y dejarse de fiestas? ¿Debo tomármelo en serio o reírme de todo? ¿Qué pinta ese mafioso dominicano de actitud cómica en una historia tan poco cómica? ¿Ha pasado algo? Insisto, ¿va en serio o va en broma? ¿Tiene todo algún sentido?
Por supuesto que lo tiene. Como pasa en muchas otras creaciones de la cadena televisiva que reinventó la ficción televisiva, HBO, el telespectador debe sentarse a intentar disfrutar pero sin esperar nada. Sin llevar nada preconcebido. Sin referencias. Sin sinopsis. Sin esperar repeticiones imposibles (¿Entourage en la costa este?, venga ya) ni coqueteos con relatos otrora conocidos. How To Make it in America no es una historia de personajes profundos y atormentados ni es el relato de una historia increíble que aconteció en un escenario bizarro. Es otra cosa. Es probablemente la historia infinita de la ciudad de Nueva York. De una de sus personalidades. De aquella que aparece iluminada desde un sitio diferente al que estamos acostumbrados a ver. De esa que aparece en la puerta de atrás de Manhattan pero no apuntando al crimen ni los bajos fondos (aunque algo de ello hay también) sino la que apunta a los lugares frecuentados por la gente, más o menos normal pero poco convencionales, que están allí por alguna razón. En este caso por y para la moda. No la moda de la alta costura sino la moda que más fácilmente podría asociar el subconsciente colectivo a un oscuro taller en una oscura calle de Brooklyn.
Pero el leit motiv es precisamente lo de menos en la serie. Lo de más es la estupenda imagen que somos capaces de ver de la vitalidad de una ciudad que da envidia. La complejidad de un crisol de culturas, razas y religiones que conviven sin molestarse en aceptarse pero sin tiempo real de trazar barreras duraderas. Etnia, religión, clase social, gustos, ambiciones, edades, sueños, realidades,…todo se mezcla en un torbellino imparable y tremendamente vital que uno quiere creer que resulta ser un certero reflejo de la realidad que se puede respirar hoy en la gran manzana. No sé si la Nueva York de la moda callejera será así o no pero lo que veo a través de la televisión es sin duda una realidad que apetece descubrir y morder. Una fantasía que fascina y asusta a partes iguales.
Terminada la segunda temporada (otros ocho episodios) el desconcierto ha dejado paso al relajado disfrute. La aparente incoherencia de la trama se ha difuminado y se ha visto superada por una fotografía excelente que retrata con gran belleza las calles, las gentes y lugares de la capital del mundo. Una pátina de color moderno y vanguardista que utiliza elementos vulgares para crear algo muy digno. La historia se centra lo suficiente como para entender que no es lo más importante y los personajes se aferran con criterio a su confusa personalidad. El cuadro se amplia, los problemas plantean su camino y la inercia no deja tiempo a darte cuenta, el mismo día que la temporada concluye, de que la has disfrutado mucho. ¿Por qué? No lo sé decir. ¿Pretencioso? Podría ser pero que quieren que les diga. Es como esa minúscula cafetería de ese barrio al que no va nadie. A mí me vale.
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