Tengo miedo

9 de septiembre de 2009

Reconozco que tengo algunas dificultades para relacionarme con los humanos, lo reconozco, pero también es verdad que hay humanos que son realmente incómodos de ser tratados.


Por alguna extraña razón que desconozco la humanidad en su conjunto asume que el hecho de tener sexo masculino me hace ser experto en coches y la mecánica de los mismos lo cual no es cierto y además soy un buen ejemplo de ello. Puedo demostrar a todo aquel que quiera que pertenezco a ese género sexual en crisis, bastaría mostrar mi humilde miembro viril, y es también muy fácil reconocer que no tengo ni idea sobre los fascinantes vericuetos de la mecánica del automóvil, el fascinante mundo del mantenimiento del vehículo o la excitación máxima que se disfruta con su limpieza dominical. Me compré un coche nuevo porque no tenía ganas de tener que levantar todas las mañanas esa tapa que hay por delante del cristal y que alberga un montón de cosas y aparatos emocionantes sobre las que no tengo el menor interés. Lo guardo en un garaje para que la transición hacia la vida-peatón sea rápida e indolora así como para evitar aprender la complicada ciencia del listo que aparca donde es ilegal “pero no molesta”, procurando siempre en lo posible que el coche se limpie de forma natural con el agua de lluvia.


Eso sí, yo soy un tipo muy disciplinado y hasta hace pocos días llevaba el coche a la revisión en el mismo sitio donde lo compré tal y como ponía en las instrucciones del mismo. A los tantos km vienes, a los tantos años vienes,…. Yo iba, hacían sus cosas, pagaba a la salida y aquí paz y después gloria. Una estupenda relación profesional, concreta y anónima como deberían ser todas. Una relación en la que ellos me prestaban un servicio y yo les pagaba con dinero. Una transacción perfecta. El señor o señora responsable era un tipo anónimo y sin nombre (una referencia numérica a lo sumo) de la que desconocía su carácter, su cantidad de pelo o el equipo por el que profesa veneración. Yo dejaba el coche y ello me lo devolvían limpio y seguro.


He de decir que aquellas transiciones económicas no me parecieron en ningún momento baratas (más bien todo lo contrario) pero como no soy un experto en la materia las entendía como una especie de impuesto revolucionario que tenía que pagar para suplir mi desconocimiento y el placer de no tener que preocuparme por los niveles de aceite (caso de que hubiera más de uno). Mi vida transcurría placentera y tranquila, a pesar de todo lo anterior, hasta que un día me topé con un verdadero “macho” que me sacó los colores por lo que estaba haciendo. Uno de esos tipos que conocen los misterios de su coche, que viven en el, que lo utilizan para todas las labores básicas incluidas las más básicas. Una de esas lumbreras capaz de llegar a la Plaza de Castilla en 23,6 minutos desde cualquier suburbio norteño o sureño por recóndito que este se encuentre. Uno de esos humanos que conoce las marcas en el mercado de alfombrillas para debajo de los pies, los tipos de espejos retrovisores o la física relativista asociada al spoiler trasero. “¡Cómo se te ocurre llevarlo a la casa oficial!” me decía. “¡Te están timando idiota!” me gritaba una y otra vez en las inmediaciones de mi tímpano. “Deberías llevarlo a un taller de barrio que son mejores y más baratos”, así que me alterado por lo errático de mi forma de actuar me puse a buscar entre mis amistades un “taller de confianza” de esos donde “lo miran mejor”, “te explican las cosas” y te “cobran menos”.


Y allí fui… y en qué hora.


En un barrio recóndito en mitad de calles recónditas de formas imposibles y anchuras ilegales estaba localizado el shangri-la del automóvil, un lugar pequeño y recogido donde colgaba un antiguamente reluciente cartel (ahora oculto entre la bruma y el polvo) que indicaba el orgulloso apellido del propietario y que hacía las veces de original nombre del comercio. Deje el vehículo en la entrada (porque el interior estaba ocupado por otro utilitario) y salude amablemente al señor que se dirigía hacia. “Eres el amigo de F.”, me dijo mirando con asombrosa displicencia sobre algún punto situado a 90 grados de mi cara. “sí, señor”, le contesté. Hay terminó la conversación. El ejemplar de humano agarró mis llaves, se metió en mi coche y lanzó un potente silbido a uno de los trabajadores que entiendo quería decir algo así como: “quita esa coche de ahí echando hostias que tengo que meter este”. El amable señor condujo mi coche los escasos 10m que separaban el lugar donde lo había dejado yo del interior del taller, aparcó, salió y mirando al mismo sitio que antes me preguntó: "¿Qué querías, por qué yo ya le he visto una cuantas cositas”. Abrumado por la violencia en el reinicio de las conversaciones y descolocado ante sus palabras del señor le dije algo así como que el coche “creía” que iba bien, que le tocaba revisión, que tenía además que pasar la ITV y que aprovechaba para traerlo antes antes de ello…”Pues mal hecho” me dijo él. “La ITV se pasa antes de venir”. Intentando evitar hostilidades mayores me apresuré a cambiar de conversación rápidamente y le pregunté sobre lo que había “visto” en su fructífero recorrido de 10m. “Pues varias cositas” me dijo. "Te tiempla el latiguillo del fuselaje, tienes roto la cerámica de reflujo, el eyector del aire acondicionado está comunicado, el condesador de fluzo te lo han cambiado mal, las ruedas se han carbonizado…etc, etc”. Bueno reconozco que esas no fueron exactamente sus palabras pero para el caso vale lo mismo porque es como me sonó a mí. Yo intenté ser amable y justifiqué todo en que hacía mucho que no pasaba la revisión y sobre todo en que soy un desastre para los coches pero aquella ración de carne fresca no pareció suficiente para mi interlocutor que sin reparar en mis palabras me preguntó: “¿Sabes por qué están mal las ruedas delanteras?”. ¿Por qué tienen 170.000 km y no las he cambiado?, le contesté yo con otra pregunta. “No, porque las llevas desinfladas”.- me espetó. “Pero si siempre las llevo en torno a 2 bares” le dije recuperando de mi memoria el único dato del mundo del motor que recuerdo con normalidad a lo que él me respondió: “eso no te lo crees tú ni borracho”. No suelo tolerar este tipo de cosas pero estaba tan asustado que pensé en dejarlo ahí. Pero mi amigo desgraciadamente tenía más ganas: “¿Sabes por qué se t’a jodido el aire?... pues porque no pones el compresor en invierno que es cuando hay que encenderlo de vez en cuando”. La emoción me embargó en ese momento cuando mi respuesta vino a mi mente: “¡pero si lo enciendo en invierno para desempañar los cristales con el aire acondicionado!”. “Pues muy mal hecho”, me contestó. “Los cristales empañados no se quitan así” y a partir de ese momento se puso a darme una charla magistral sobre la estequiometria de la humedad, los circuitos internos del aire, cuando había que bajar la ventanilla, la importancia de respirar durante los segundos impares y otras sentencias de meta-física que harían palidecer a Gay-Lussac. En algún momento pensé en informarle a mi improvisado mentor de que yo era Ingeniero Industrial, que saqué un 7 en termodinámica de tercero y un 9 en Fisicoquímica de cuarto pero pensé que era mejor evitar su probable respuesta: “eso no te lo crees tú ni borracho”. Y así siguió el hombre unos cuantos minutos más echándome la bronca y riñéndome supongo que por existir. No lo sé, francamente, porque para entonces mi cerebro había tirado la toalla y sólo quería salir de allí.

Cuando por fin conseguí arrastrar mi cuerpo y mi mente de aquel dañino foco pensé que mis días de sufrimiento habían terminado pero no sabía que todavía faltaba un pequeño capítulo. Al día siguiente me llamó el mismo señor para decirme el precio del servicio, enumerarme la interminable lista de desperfectos (en esa lista escuche palabras imposibles que no sabía que existiesen en castellano) y lo peor de todo: para tomarme la lección. Sin reponerme de la sorpresa vi como mi interlocutor me hacía preguntas sobre las lecciones impartidas el día anterior: “A ver, ¿dónde tienes que colocar entonces el latiguillo de la trócola?”. “¿Cuántos minutos tienes que bajar la ventanilla el 13 de Enero a las 19:00 horas de la tarde”… y cosas así. Ni siquiera puedo justificarme en el sudor frío que recorría mi espalda porque lo cierto es que no tenía ni idea de las respuestas con lo que tuve que soportar una nueva lección magistral sobre lo mismo. Esta vez, aprendida la lección, dije a todo que si, me senté y tomé apuntes diligentemente.

Dentro de un rato voy a recoger el coche. Tengo miedo. No he dormido bien esta noche y estoy valorando la posibilidad de ir a un especialista primero. El caso es que la broma me va a costar el doble que la última revisión que hice y encima me estoy llevando un coche “que no está bien”, según las propias palabras del experto máximo. De hecho sus palabras exactas fueron frases como: “hombre, si es el coche de la mujer puede valer” o “ya sabes, para ir a la compra, recoger a los niños,… para esas cosas si que vale”. Ni que decir tiene que no se me ocurrió decirle que en mi casa la mujer soy yo.

No sé lo que será de mi dentro de un rato pero quería dejar este testimonio por lo que pudiera ocurrir… tengo miedo.

2 comentarios:

Jose Luis POP dijo...

Espero que vuelvas con vida de tu nueva visita al taller: el atleti no se puede permitir seguir perdiendo socios...
Pero sólo por si acaso, deja dicho qué disco prefieres que pinchemos en tu funeral.
Besos y suerte!.

Anónimo dijo...

Cierto, hay humanos con los que no es posible relacionarse, aunque pensándolo bien, para qué?.

Dios nos libre de los talleres conocidos...

Salud
Arteche